“Salía de Él una fuerza que sanaba a todos” (cfr. Lc 6, 12-19). El evangelista relata con esta palabra, “fuerza”, a la virtud que emanaba del Hombre-Dios y que curaba a quienes se le acercaban.
Esta “fuerza sanadora” no se debe a que Jesús es un hombre santo, a quien el poder de Dios acompaña de manera especial; si así fuera, no se diferenciaría en nada ni de los ángeles ni de los santos, en quienes se sucede así.
Esta “fuerza” se deriva de la constitución íntima de Jesucristo: Jesucristo es
Reuniendo en sí las condiciones de un sacramento para ser sacramento –unión indivisible y constitutiva entre lo sobrenatural y divino y lo natural y humano, es decir, algo visible contiene en sí un misterio sobrenatural absoluto, un misterio referido a Cristo[1]- Jesús es el sacramento del Padre, el sacramentum pietatis[2], que el Padre ofrece a la humanidad para comunicar a la humanidad mucho más que remedios a sus males: Jesús es el sacramento del Padre[3] que da a la humanidad el Espíritu Santo.
Para su Iglesia, Cristo continúa estando presente con esta misma fuerza que, además de curar, dona el Espíritu Santo, y esta forma de estar presente Jesucristo en
Los sacramentos son como una continuación y una prolongación de la humanidad de Cristo, por medio de los cuales
“Salía de Él una fuerza que sanaba a todos”, podía decir el evangelista, viendo las curaciones milagrosas realizadas por Jesús. “Salía de
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