(Domingo XI - TO - Ciclo A – 2023)
“Id y
proclamad que el Reino de Dios está cerca” (Mt 9, 36-10, 8). Cuando
Jesús da esta orden a sus discípulos, estos ya estaban, en cierta medida,
preparados para esta misión: los Doce ya habían sido elegidos y además habían
presenciado, en persona propia, la actividad de Nuestro Señor entre la gente,
una actividad demasiado extraordinaria como para considerar que era obra de un
ser humano[1]:
Jesús había expulsado demonios, había curado enfermos de todo tipo, había
resucitado muertos, había multiplicado panes y peces, es decir, había hecho obras
sobrenaturales, llamadas “milagros” que son obras que demuestran un poder
divino detrás de estas obras. En otras palabras, los Apóstoles habían sido
testigos oculares del poder divino de Jesús, poder que confirmaba, con los milagros,
que lo que Jesús decía de Él, que era Dios Hijo en Persona, era verdad. Los
milagros de Jesús son la prueba más evidente de que Jesús es quien dice ser: Él
se auto-proclama Dios Hijo y hace obras que solo Dios puede hacer, por lo
tanto, Él es quien dice ser, Dios Hijo en Persona y esto ya lo habían
comprobado los Apóstoles en el momento de recibir el encargo de la misión de
evangelizar a todo el mundo: “Id y proclamad que el Reino de Dios está cerca”. Resaltar esta condición de Jesús como Dios hecho hombre sin dejar de ser Dios, es esencial para comprender la naturaleza de la misión de evangelización a la que envía Jesús, porque así como es el Rey, así es el Reino: el Rey es Dios, el Reino es el Reino de Dios. Además, que Jesús sea Dios, eso indica que Jesús no es un Mesías terreno, que ha de restaurar
a un Israel terreno; Él es Rey, pero “no de este mundo”, tal como le dirá a
Poncio Pilato y el Reino que los Apóstoles y con ellos, la Iglesia, tienen que
proclamar como cercano, es el Reino de Dios, el Reino de los cielos, el Reino que
está atravesando la barrera del tiempo y del espacio, el Reino que comienza en
la eternidad del Ser divino trinitario y no termina más, porque es eterno como
eterna es la Trinidad.
Otro aspecto que hay que tener en cuenta es que, además
de enviarlos a proclamar el Reino de Dios, Jesús los hace partícipes de su
poder divino, para que ellos, como sacerdotes, celebren la Santa Misa, curen a
los enfermos, hagan exorcismos para expulsar demonios, etc. De este poder
participado, alguien podría deducir que entonces Jesús ha venido para que la
vida del hombre en la tierra sea mejor, porque si la Iglesia tiene poder para
curar enfermedades, para expulsar demonios, entonces, es que la vida de los hombres
se hace mucho más llevadera. Sin embargo, esto no es así: el mensaje central
que deben proclamar los Apóstoles no es que Jesús ha venido para hacernos la
vida terrena un poco más llevadera: ha venido para derrotar a los tres grandes
enemigos de la humanidad -el Demonio, el pecado y la muerte- y para abrir las
puertas del Reino de los cielos, cerradas hasta Jesús por el pecado original de
Adán y Eva, siendo la Santa Iglesia Católica ya el Reino en germen, siendo los
bautizados ya integrantes del Reino por la participación a la vida divina por
la gracia y teniendo ya como anticipo al Rey del Reino de los cielos gobernando
su Iglesia, por su Presencia Personal en la Eucaristía.
“Id y proclamad que el Reino de Dios está cerca”. Las palabras
de Jesús a sus Apóstoles son palabras también dirigidas a nosotros ya que
nosotros, como Iglesia, debemos también hacer el mismo anuncio de los Apóstoles,
anunciar al mundo que el Reino de Dios está cerca. Muchas veces nos olvidamos
de esta misión nuestra y pensamos que esta vida es la única vida o que los
reinos de la tierra son nuestro destino y no es así: nuestro destino final es
el Reino de Dios, pero para ingresar en él, debemos vivir en gracia, evitar el
pecado y obrar la misericordia y recordar, todos los días de nuestra vida, que el
Reino de Dios “está cerca”, tan cerca, como cera está nuestra partida hacia el
otro mundo. En ese momento será nuestro ingreso en la eternidad, pero si no
recibimos la gracia de los sacramentos, si no vivimos según la Ley de Dios, si
no obramos la misericordia, no entraremos en el Reino de Dios, sino en otro
reino, el de las tinieblas, el reino donde no hay redención. Obremos la misericordia y vivamos en gracias, para ser considerados dignos de ingresar en el Reino de los cielos.
[1] Cfr. B. Orchard et al., Verbum Dei. Comentario a la Sagrada Escritura,
Tomo III, Barcelona 1957, Editorial Herder, 382.
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