(Domingo III - TA - Ciclo B - 2023 – 2024)
En el
tercer Domingo de Adviento, llamado “Gaudete”, que en latín significa “Alegría”,
el tono en general de la liturgia es el de una gran alegría y esto se refleja tanto
en las lecturas como en el color de los hábitos litúrgicos: en el color litúrgico
se interrumpe el color morado, que indica penitencia, para dar lugar al rosa
suave que indica alegría, mientras que en las lecturas, en todas el eje central
es la alegría: tanto en Isaías –“Desbordo de gozo en el Señor”-, como en el
Salmo, que es el Cántico de la Virgen de Lucas 1, 4ss –“Se alegra mi espíritu
en Dios, mi Salvador”-, como en la segunda lectura, Primera de Tesalonicenses –“Estad
siempre alegres”- y finalmente, el Evangelio de Juan, Capítulo 1, en el que, si
bien no se menciona la palabra “alegría” ni “gozo”, se revela el motivo de la
alegría, y es el testimonio de Juan el Bautista, que anuncia la Llegada de la
Luz Eterna, el Mesías, quien es en Sí mismo la Alegría Increada, en cuanto al ser
Dios Eterno, es la Alegría Eterna e Increada. Esto es así porque Dios es el Ser
Perfectísimo y la Alegría es una manifestación de la Perfección de su Ser
Divino, tal como lo dice Santa Teresa de los Andes: “Dios es Alegría Infinita”.
Ahora bien, la alegría con la cual la Iglesia, Esposa de Cristo, se alegra en
el Domingo Tercero de Adviento, no es una alegría cualquiera, no es una alegría
mundana, no es una alegría terrena, no es una alegría profana, no es una
alegría pasajera, no es una alegría que se origina en el tiempo o en el
espacio, no es una alegría que se origina en la naturaleza o en la creación, no
es una alegría que se origina en la tierra. La alegría propia del tercer
Domingo de Adviento, la alegría del Gaudete, se origina en lo alto, en los
cielos, en el Acto de Ser Divino Trinitario, más específicamente, en el Decreto
Trinitario que, originándose en la voluntad del Padre y en total acuerdo con el
Hijo y el Espíritu Santo, ponen en marcha el plan de salvación y redención de
la humanidad, plan que implica la Encarnación del Verbo de Dios en el seno
purísimo de María Santísima por obra del Espíritu Santo, para que, asumiendo el
Hijo de Dios hipostáticamente la Humanidad Santísima de Jesús de Nazareth,
adquiriese un Cuerpo y un Alma Perfectísimos para así nacer el Cordero de Dios
virginalmente en la gruta de Belén y luego ser ofrendado, como Víctima Purísima
y Santísima en el Ara Santa de la Cruz para satisfacer la Justicia Divina y así
rescatar a la humanidad, arrebatándola de las garras del Demonio, quitando el
pecado al precio de su Sangre derramada en la cruz, concediendo a los hombres
la gracia de la filiación divina y abriéndoles las Puertas del Cielo, para
conducirlos a la feliz eternidad en el Reino de Dios al fin de los tiempos. Esta
es la razón entonces por la cual la Santa Iglesia Católica hace una pausa, por
así decirlo, en el tiempo penitencial del Adviento, para dar rienda suelta a la
alegría, y es el Anuncio de la Llegada del Mesías, que Viene para salvar a la
humanidad.
Algo que hay que tener en cuenta es que, en el tercer
Domingo de Adviento, la Iglesia Católica exulta de alegría no solo porque “recuerda”
el glorioso y virginal Nacimiento del Hijo de Dios en la Gruta de Belén, que
dio inicio al misterio de la salvación, sino que, por el misterio de la
liturgia eucarística, misteriosamente, “participa” de ese misterio, por lo que
no se trata de un mero recuerdo, no se trata de un mero ejercicio de la
memoria, sino que se trata de una misteriosa unión, por la gracia, de todos los
integrantes del Cuerpo Místico, con el Verbo de Dios Encarnado que nace en Belén para
nuestra salvación y de quien emana la Verdadera y Única Alegría y la razón de
nuestra Única y Verdadera Alegría, lo cual hace mucho más profunda nuestra
alegría cristiana y católica.
Por último, recordemos, como dicen los santos, que si
el Niño Dios no hubiera nacido en Belén, no tendría sentido nuestra existencia,
nuestro ser, nuestro paso por la tierra; si el Niño Dios no hubiera nacido, vano
sería nuestro vivir, porque estaríamos destinados a la eterna condenación; pero
precisamente, porque Jesús, el Niño Dios, ha nacido en Belén para redimirnos,
para rescatarnos de las tinieblas del pecado y del infierno y para llevarnos a
la feliz eternidad del Reino de los cielos, nuestra vida tiene sentido, el
sentido de vivir para ganar la vida eterna por medio de la cruz y por eso es que
nos alegramos con la alegría del Niño de Belén.
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