(Ciclo
B – 2024)
Apenas finaliza el año civil y en el mismo segundo en el que
comienza un nuevo año, la Santa Iglesia Católica inicia el año nuevo con una de
sus solemnidades más importantes, la Solemnidad de Santa María Madre de Dios. Podríamos
preguntarnos si es una casualidad, si no hay una razón especial o si, por el
contrario, la Iglesia, asistida por el Espíritu Santo y por la Divina
Sabiduría, posee una razón sobrenatural para comenzar el año nuevo terreno con
una solemnidad en la que se honra a la Madre de Dios. La respuesta se encamina
por la segunda posibilidad, es decir, que la Iglesia, que es Madre y Maestra de
Sabiduría, guiada e iluminada por el Santo Espíritu de Dios no hace las cosas
por casualidad, sino por razones sobrenaturales, lo cual quiere decir que si ha
puesto la Solemnidad de Santa María Madre de Dios es por una razón y debemos
preguntarnos cuál es.
Para poder responder a la pregunta, debemos antes considerar
acerca de quién es el Hijo de la Madre de Dios, Cristo Jesús: Cristo es Dios. Y
si Cristo es Dios, Él, Cristo, es “su misma eternidad” porque en cuanto Dios,
es eterno; siendo Dios Eterno, ingresó en nuestro tiempo -por eso la Virgen es “Portal
de Eternidad”-, en nuestra historia humana, al encarnarse en la Virgen para
salvarnos, para redimirnos, para destruir y para vencer para siempre, con su
sacrificio en el Calvario, a los tres grandes enemigos de la humanidad, el Pecado,
la Muerte y el Demonio y así conducirnos al Reino de los cielos por medio de la
gracia. Entonces Jesús, el Hijo de Dios, siendo Dios Eterno, procedente del
seno del Eterno Padre, se encarnó en el seno de la Virgen Madre, asumió nuestra
naturaleza humana en unidad de Persona, queriendo esto significar que Él,
siendo Dios, se hizo hombre sin dejar de ser Dios para que nosotros nos
hiciéramos Dios por participación a través de la gracia. Cristo Jesús, Dios
Eterno, ingresó en nuestro tiempo, para que nosotros, seres mortales, nos hiciéramos
dioses inmortales por participación, uniéndonos a su Pasión por la gracia.
Este hecho,
que el Hijo de Dios se haya encarnado y haya asumido nuestra naturaleza humana,
tiene una importancia radical para nuestra vida, porque le abre un nuevo
horizonte de eternidad, que antes de la Encarnación no lo tenía: con la
Encarnación, el Hijo de Dios santifica toda nuestra realidad humana -menos el
pecado, que es lo que Él destruye con su Sangre en la Cruz- y por eso, lo que
antes era castigo divino por habernos apartado de Dios -la enfermedad, el
dolor, la muerte-, ahora, a partir de Cristo Jesús, al ser realidades asumidas
y santificadas por el Hombre-Dios, se convierten, si son ofrecidas en Él, con Él
y por Él, en sacrificios y ofrendas agradabilísimas a Dios. Entones, a
partir de Cristo, la enfermedad, el dolor, la muerte, si bien son realidades
existenciales dolorosas, si son ofrecidas a Cristo por manos de la Virgen,
adquieren una nueva dimensión, una dimensión salvífica, porque son unidas a la
Cruz de Jesús y allí son santificadas por la Sangre del Cordero, porque Jesús,
en cuanto Dios, “hace nuevas todas las cosas” (Ap 21, 5; Is 43, 19), y a estas
realidades las “hace nuevas”, porque las convierte en eventos de santificación
y de salvación.
Pero además
de convertir en eventos de santificación al dolor, a la enfermedad y a la
muerte, el Hombre-Dios Jesucristo convierte también en eventos de santificación
otras realidades humanas, como la alegría -la alegría sana, buena, verdadera- y
también el tiempo y la historia, tanto el tiempo y la historia de la humanidad
-desde Adán y Eva hasta el Juicio Final-, como el tiempo y la historia de cada
persona en particular y esto porque, al encarnarse el Hombre-Dios, siendo Él la
Eternidad en Sí misma, asume y santifica y orienta la historia y el tiempo de
la humanidad y de cada hombre particular, hacia el vértice de la Santísima Trinidad,
hacia el vértice de la eternidad trinitaria, de manera que cada segundo, cada
minuto, cada hora, cada día, cada mes, cada año, a partir, de la Encarnación,
han quedado, por así decirlo, “impregnados” por la eternidad divina, de manera
que el tiempo humano solo puede finalizar en la consumación en la eternidad del
Ser divino trinitario.
En otras palabras, a partir de la
Encarnación del Hijo de Dios, no se explican, ni la historia y el tiempo
humano, ni tampoco la historia y el tiempo personal de cada ser humano, ni en
su origen ni en su fin, sin una relación directa con el Ser divino trinitario,
con la Santísima Trinidad y con su plan de salvación a través del Verbo Eterno,
encarnado en el tiempo en el seno de María Santísima. Esto significa que cada
segundo de tiempo terrestre vivido por el cristiano le pertenece no al cristiano
sino a Jesús, Dios Eterno, porque Él lo ha adquirido al precio altísimo de su
Sangre derramado en el Ara Santa de la Cruz. Por el Santo Sacrificio de la
Cruz, cada segundo de nuestras vidas -y por añadidura, todo el año- le
pertenece a Jesucristo, Dios Eterno y a Él le debe estar dedicado y consagrado
cada segundo de nuestras vidas y por lo tanto todo el año y todo el tiempo que
nos reste por vivir en la tierra, hasta el momento solo conocido por Dios, en
el que debamos partir.
Pero solo
mereceremos un feliz encuentro cara a cara con Nuestro Señor Jesucristo si le
ofrecemos lo que a él le pertenece, cada segundo de nuestras vidas, cada año de
nuestras vidas y para no ser rechazados por Él, debemos hacer ese ofrecimiento
por medio de las manos de la Madre de Dios, porque solo así estaremos seguros
de no ser rechazados por Nuestro Señor Jesucristo, como dice San Luis María
Grignon de Montfort.
Es ahora, entonces, cuando comprendemos porqué la Iglesia
coloca la Solemnidad de Santa María Madre de Dios al inicio del año civil, en
el primer segundo el año nuevo civil que se inicia y es, principalmente, para
que consagremos el año nuevo que se inicia a la Virgen, para que por sus manos
y por su Inmaculado Corazón el año que inicia comience a los pies de la Cruz de
Nuestro Señor, para que cada segundo del nuevo año esté bañado por la Sangre
del Cordero, para que cada segundo esté santificado por la Preciosísima Sangre
del Cordero de Dios y así vivamos cada segundo de cara a la feliz eternidad, la
Eternidad personificada, Cristo Jesús, para que ningún segundo, ni uno solo, se
escape de su adorabilísima y santísima Voluntad. Por esta razón, entonces, la
Iglesia comienza el año nuevo civil con la Solemnidad de Santa María Madre de Dios:
para que lo consagremos, por medio de sus manos y de su Inmaculado Corazón, a
su Hijo, que es la Divina Misericordia encarnada, para que cada segundo del
nuevo año que comienza lo vivamos sumergidos en el océano insondable del Amor
Misericordioso de Jesús.
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