En Adviento nos preparamos, por medio de la oración,
la penitencia, la mortificación y las obras de misericordia, para recibir a
Dios, que ha de venir para Navidad, como un Niño.
Y ante
la expectativa por su llegada, nos preguntamos acerca del motivo de esta
Venida: ¿viene por obligación? ¿Viene por necesidad? ¿Dios se encarna porque
tiene necesidad de sus criaturas, los hombres? Si Dios no viniera como Niño, ¿podríamos
los hombres, después de esta vida, evitar el infierno y llegar al cielo? Si
Dios no viniera como Niño, ¿podríamos los hombres vivir en paz y en armonía con
el resto de los seres humanos?
A esto
hay que responder que Dios no viene por obligación ni por necesidad de ninguna
índole, puesto que Dios no necesita absolutamente de nada ni de nadie; Él, en
su Triunidad de Personas Divinas, es absolutamente feliz y perfecto, y no
necesita de sus criaturas para acrecentar mínimamente su eterna
bienaventuranza. La otra cosa que debemos saber es que, si Dios no se hubiera
encarnado y venido como Niño, jamás podríamos haber llegado al Cielo, porque
las puertas del Cielo, luego del pecado de Adán y Eva, quedaron cerradas
herméticamente para toda la humanidad, y en cambio las puertas que sí quedaron
abiertas, fueron las puertas del Infierno, lugar al que indefectiblemente
estaba condenada toda la humanidad, no por voluntad de Dios, que no creó el
infierno para los hombres, sino por voluntad de los mismos hombres, que
libremente eligieron separarse de Dios.
Cuando
Dios se encarna, entonces, en la
Persona del Hijo, y viene a este mundo como Niño, no lo hace
ni por obligación ni por necesidad, y con su Encarnación, Muerte y
Resurrección, abre las puertas del Cielo para toda la humanidad.
Y todo
esto lo hace por el más puro y gratuito Amor, para comunicarnos de su mismo
Espíritu, que es Amor Purísimo, Perfectísimo, Santo, eterno e infinito.
Es para
esto para lo que Dios se encarna en el seno de María Virgen, y es para esto
para lo que nace en un pobre Pesebre de Belén.
Él viene a darnos Amor,
gratuita y libremente, un Amor que supera infinitamente todo lo que el hombre
pueda desear, un Amor que extra-colma de felicidad el corazón del hombre.
Dios Hijo viene como Niño en
Belén para darnos su Amor. ¿Y qué es lo que le dan a cambio los hombres?
De los hombres, el Niño Dios
recibe sólo indiferencia y frialdad, aún antes de nacer, tal como lo relata el
Evangelio, al describir el peregrinar de la Virgen y de San José por las posadas de Belén,
mendigando un lugar para que nazca el Rey de cielos y tierra.
Pero también el Evangelio de
Juan nos habla acerca del rechazo de Dios, que es luz, por parte de los
corazones de los hombres, envueltos en las tinieblas del pecado y de la
ignorancia: “En el principio era el Verbo, el Verbo era Dios, el Verbo era la
luz y la vida de los hombres (…) La luz vino a las tinieblas, pero las
tinieblas la rechazaron”.
Frente al Amor de Dios que
se dona en plenitud; frente al Amor de Dios que se dona sin reservas; frente al
deseo de Dios de iluminar las tinieblas de los hombres con la luz de su
divinidad, la respuesta de los hombres es el más duro rechazo y la más fría de
las indiferencias.
Pero los hombres, frente a
Dios que se dona con la totalidad de su Ser divino en el Niño de Belén, los
hombres, no contentos con el rechazo y la indiferencia, van más allá, y a ese
Niño Dios que viene a donar el Amor divino, levantan sus manos para agredirlo
con ferocidad, con la intención de dañarlo y, si es posible, de quitarle la
vida subiéndolo a la Cruz.
Esto no es invención, sino
la realidad de lo que sufrió Dios Hijo al venir a este mundo. Fueron muchos los
santos que vieron al Niño recién nacido y cómo era tratado, siendo Él recién
nacido, y este trato lo recibía de parte de los niños principalmente. Uno de
estos santos es la Beata Ana
Catalina Emmerich[1].
Dice así esta santa: “Lo vi
recién nacido (al Niño Dios) y vi a otros niños venir al pesebre a maltratarlo.
La Madre de
Dios no estaba presente y no podía defenderlo. Llegaban con todo género de
varas y látigos y le herían en el rostro, del cual brotaba sangre y todavía
presentaba el Niño las manos como para defenderse benignamente; pero los niños
más tiernos le daban golpes en ellas con malicia. A algunos sus padres les
enderezaban las varas para que siguieran hiriendo con ellas al Niño Jesús.
Venían con espinas, ortigas, azotes y varas de distinto género, y cada cosa
tenía su significación (…) Vi crecer al Niño y que se consumaban en Él todos
los tormentos de la crucifixión. ¡Qué triste y horrible espectáculo! Lo vi
golpeado y azotado, coronado de espinas, puesto y clavado en una cruz, herido
su costado; vi toda la Pasión
de Cristo en el Niño. Causaba horror el verlo. Cuando el Niño estaba clavado en
la cruz, me dijo: "Esto he padecido desde que fui concebido hasta el
tiempo en que se han consumado exteriormente todos estos padecimientos”.
Dios
Hijo se nos acerca como Niño recién nacido para que no tengamos miedo en
acercarnos a Él, y para que no dudemos de sus intenciones, que es la de darnos
su Amor. En efecto, ¿quién, en su sano juicio, haría daño a un niño recién
nacido? ¿Quién, en su sano juicio, dudaría que un niño recién nacido tenga otro
sentimiento que no sea el amor?
Y sin
embargo los hombres, a este Niño recién nacido, lo insultan, lo golpean –en los
niños de la visión de Ana Catalina Emmerich estamos representados todos los
hombres en nuestra niñez, con todas nuestras acciones malas, nuestros
pensamientos malos, nuestros deseos malos- y, no contentos con esto, lo suben a
una Cruz, en donde siguen insultándolo, privándolo de todo afecto y amor, hasta
lograr su muerte.
¡Qué
misterio el misterio de iniquidad que anida en el corazón del hombre, que llega
al extremo de matar a su Dios en una Cruz!
Pero si
es grande este misterio de iniquidad, es infinitamente más grande el misterio
del Amor de Dios que no solo perdona al hombre sus maldades, sino que, en el
extremo de la locura de amor, a pesar del rechazo y de la indiferencia de
muchos, se dona a sí mismo en su totalidad, con su Ser divino, con su Cuerpo, su
Sangre, su Alma y su Divinidad, en el sacramento de la Eucaristía.
Adviento
es el tiempo de preparación para recibir a un Dios que es Amor infinito, que se
nos dona con todo su Amor en la simplicidad de la Eucaristía.
No
seamos indiferentes y fríos a su Amor, no golpeemos a nuestro Dios que sólo
quiere darnos su Amor; démosle, a cambio, la pobreza de nuestro corazón, en
acción de gracias por su Nacimiento en Belén.
[1] Cfr.
Beata Ana Catalina Emmerich, Nacimiento e infancia de Jesús. Visiones y
revelaciones, Editorial Guadalupe, Buenos Aires 2004, 165-166.
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