(Domingo
V - TO - Ciclo B – 2018)
“Jesús
fue a orar (…) curó a muchos enfermos (…) y expulsó a muchos demonios” (Mc 1, 29-39). El Evangelio nos revela
las actividades de Jesús en su misión pública: Jesús reza, cura enfermos,
expulsa demonios. Reza, porque si bien es Dios Hijo, es también Hombre
perfecto, y en cuanto tal, se dirige al Padre en la intimidad de la oración
para encomendarse a su Padre Dios, para que todo lo que hace sea solo para la
mayor gloria de Dios y salvación de las almas. La oración de Jesús es el
momento en el que, entrando en comunión íntima y personal con Dios, por medio
del Espíritu Santo, obtiene las fuerzas que, en cuanto hombre perfecto,
necesita, para combatir a los grandes males que afligen a la humanidad, que son el pecado -la enfermedad y la muerte son consecuencias del pecado original- y la actuación perversa y maligna del Demonio, el Ángel caído
que, aunque no lo veamos con los ojos corporales, anda en medio de los hombres,
por todo el mundo, buscando hacer caer en la tentación y el pecado, para
conducir a las almas a la eterna perdición en el infierno. Esto es lo que
significa la expresión de las Escrituras: “(el Demonio) ronda como un león,
buscando a quién devorar”. Jesús reza también para “sanar enfermos”, desde el
momento en que la enfermedad, cualquiera que esta sea, es consecuencia del
pecado original, que quita al hombre los dones preternaturales y a partir del
cual el ser humano comienza con la enfermedad, el dolor y la muerte. Esto es lo
que el Evangelio nos dice: “Antes que amaneciera, Jesús fue a un lugar
desierto; allí estuvo orando (…) Jesús curó a muchos enfermos (…) y expulsó a
muchos demonios”.
Sin
embargo, al escuchar este Evangelio, podríamos estar tentados de confundir la
misión de Jesús y pensar que Jesús ha venido a este mundo para “curar enfermos y
expulsar demonios”, pero ese no es el fin de la misión de Jesucristo y Él mismo
lo dice con sus propias palabras: “Vayamos a otra parte, a predicar también en
las poblaciones vecinas, porque para eso he salido”. Es decir, Jesús sale a
misionar, pero no para simplemente curar enfermos y expulsar demonios, ya que
esos prodigios son solo el prolegómeno de su misión principal y exclusiva, que
es la de “predicar”, es decir, la de “anunciar que el Reino de Dios está cerca”,
que es necesaria la “conversión del corazón” para poder acceder a ese Reino, un
Reino que no es humano, ni temporal, ni visible, ni está en lugar alguno, sino
que es un Reino celestial, eterno, que está en el Cielo y no en la tierra; un
Reino que nos espera en la eternidad, aunque para aquél que lo reciba en esta
tierra, comience desde ahora, desde esta vida terrena.
Cometen
un grandísimo error quienes piensan que la misión de la Iglesia, que es
continuación de la misión de Jesucristo y de sus Apóstoles, la Iglesia
primitiva, consiste en terminar con la pobreza, el hambre, la desigualdad, la
injusticia que los hombres cometen entre sí. La misión de la Iglesia no es de
orden social, ni su objetivo principal –ni tampoco secundario- es acabar con la
pobreza en el mundo. La misión de la Iglesia es anunciar que Jesús, el
Hombre-Dios, que está en la Eucaristía, está en medio de nosotros y que ha
venido a este mundo, no para hacer de este mundo un mundo mejor, sino para pedirnos
que nos convirtamos a su Amor, que es el Amor de Dios, lo cual implica el
rechazo del pecado en todas sus formas –la superstición, la creencia de sectas,
en iglesias que no son las católicas; la confianza en el dinero; el pensar que
esta vida terrena es la única; el no querer cambiar el corazón, inclinado al
mal por el pecado, etc.- y el abrazar la vida de la gracia, la vida de los
hijos adoptivos de Dios, gracia que nos viene por los sacramentos y que nos
hace vivir, ya en la tierra, en este “valle de lágrimas”, con la vista puesta
en la eterna bienaventuranza.
“Jesús
fue a orar (…) curó a muchos enfermos (…) y expulsó a muchos demonios”. Curar enfermos
y expulsar demonios no son el objetivo de Jesús, sino los prolegómenos para
anunciarnos que la verdadera vida, la vida eterna, nos espera al finalizar esta
vida terrena, pero que también esta vida eterna podemos ya empezarla a vivir
desde esta vida terrena, siempre y cuando rechacemos el pecado y vivamos en
estado de gracia. Para anunciarnos esta maravillosa verdad, la de la vida
eterna que nos espera al final de esta vida terrena, es que la Iglesia misiona,
pidiendo a los hijos adoptivos de Dios que se aparten del pecado y que se
preparen para el Reino de los cielos, que está más cerca de lo que podemos
pensar o imaginar. De hecho, cada día que pasa, es un día menos que nos separa
del inicio del Reino de los cielos en la bienaventuranza.
Pero
hay algo más que la Iglesia pide a los hijos adoptivos de Dios, y es que se
unan al Cordero de Dios en su sacrificio redentor, para ser, en Él, por Él y
con Él, salvadores y co-rredentores de la humanidad, y el lugar óptimo para
esta unión con Jesús es la Santa Misa, renovación incruenta del Santo
Sacrificio de la Cruz. Para eso estamos en esta vida terrena: para unirnos al Redentor
en el Santo Sacrificio del Altar, la Santa Misa, y así convertirnos en
corredentores de nuestros hermanos.
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