“Si
la justicia de ustedes no es superior a la de los escribas y fariseos, no
entrarán en el Reino de los Cielos” (Mt
5, 20-26). Jesús advierte claramente que para entrar en el Reino de los Cielos,
el cristiano debe mostrar “una justicia superior” a la de los fariseos. Acto seguido,
da un ejemplo concreto acerca de qué es esta “justicia superior” que debe
caracterizar al cristiano, tomando un mandamiento de la Ley de Moisés, relativo
al homicidio. Jesús dice: “Ustedes han oído que se dijo a los antepasados: No
matarás, y el que mata, debe ser llevado ante el tribunal. Pero yo les digo que
todo aquel que se irrita contra su hermano, merece ser condenado por un
tribunal. Y todo aquel que lo insulta, merece ser castigado por el Sanedrín. Y
el que lo maldice, merece la Gehena de fuego”. Es decir, antes de Jesús –antes de
la Encarnación del Verbo- era suficiente, para cumplir con la Ley de Dios, el “no
matar” al prójimo; sin embargo, ahora, a partir de la Encarnación del Verbo, ya
no basta con “no matar” exteriormente –es decir, no basta con no cometer
homicidio físico-, sino que es necesario “no matar” al prójimo con la
irritación, el enojo, la ira y la maledicencia. Ahora, quien se irrita, se
enoja y maldice a su prójimo –aun cuando todo esto no sea manifestado al
exterior de la persona-, comete un pecado ante los ojos de Dios y merece la
reprobación divina a tal grado que, si muere con estos pecados –principalmente,
la ira y la maldición-, incluso puede condenarse en el Infierno: “El que lo
maldice, merece la Gehena de fuego”.
Luego
Jesús revela de qué manera debe el cristiano obrar para que su justicia sea
perfecta y sea la causa de merecer el Reino de los Cielos: “Por lo tanto, si al
presentar tu ofrenda en el altar, te acuerdas de que tu hermano tiene alguna
queja contra ti, deja tu ofrenda ante el altar, ve a reconciliarte con tu
hermano, y sólo entonces vuelve a presentar tu ofrenda”. Además de evitar estos
pecados, el cristiano debe reconciliarse con aquel prójimo con el cual está
enemistado, porque solo de esta manera, su ofrenda será aceptada por Dios.
La
razón de esta justicia superior es que, a partir de Él, a partir de Jesús, el
alma, por la gracia santificante participa de la vida de Dios Trino, por lo cual
se debe excluir del corazón y del alma no solo el pecado mortal y el venial,
sino incluso hasta la más mínima imperfección, puesto que Dios es Perfectísimo
y es la Santidad Increada en sí misma. Además, en virtud de la gracia
santificante, el alma está ante la Presencia de Dios, por así decirlo, ya desde
esta vida terrena, de manera análoga a como están ante la Presencia de Dios los
ángeles y los bienaventurados en el Cielo y así también, como en el Cielo es
impensable que alguien, ante la Presencia de Dios, manifiesta la más ligera
malicia –porque de lo contrario no puede estar ante la Presencia de Dios-, así
también el alma del cristiano en gracia, estando ante la Presencia de Dios, no
puede consentir interiormente –y mucho menos, manifestarlo exteriormente- no
solo el pecado, sino ni siquiera la más ligera imperfección. A esto es lo que
se refiere Jesús cuando dice: “Sed perfectos, como vuestro Padre del Cielo es
perfecto” (Mt 5, 48).
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