“También los perros se comen las migajas que caen de
la mesa de los amos” (Mt 15,21-28). El
episodio con la mujer cananea revela, además del poder divino de Jesús, una
gran cantidad de cualidades en la mujer cananea. Por un lado, no va a pedir a
Jesús que cure a su hija de una enfermedad, sino que la libere de una posesión
maligna, lo cual quiere decir que la mujer sabe diferenciar bien entre lo que
es enfermedad y lo que es posesión demoníaca. Por otro lado, acude a Jesús
porque tiene fe y confianza en Él, en su poder divino: con toda seguridad, o ha
oído hablar de Jesús, o bien a asistido en persona a algunos de los numerosos
exorcismos que Jesús practicó a lo largo del Evangelio y por esta razón sabe
que Jesús, con el solo poder de su voz, puede expulsar los demonios y así
liberar a su hija. Otra virtud que demuestra, además de esta fe en la divinidad
de Jesús, es la extrema humildad. En efecto, Jesús prueba al extremo la
humildad de la mujer cananea, antes de concederle lo que le pide. Por ejemplo,
primero no le responde a la petición, como cuando una persona escucha a otra,
pero se queda callada. Tanto es así, que los mismos discípulos se sienten
perplejos y son ellos los que interceden por la mujer, ante el silencio de
Jesús: “Atiéndela, que viene detrás gritando”. Cuando se decide a responder, es
para negar, implícitamente, su pedido, porque le dice que ha venido sólo “para
las ovejas descarriadas de Israel” y puesto que ella es cananea y no israelita,
Él no puede atender su petición; es decir, le niega por segunda vez su
petición. Sin embargo, la mujer cananea muestra otra virtud más, y es la
constancia y perseverancia en la oración, ya que ante esta respuesta negativa,
se postra ante Jesús y le suplica: “Señor, socórreme”. Ante esta muestra de fe,
de humildad, de constancia en la oración, uno podría suponer que Jesús se
habría de conmover, pero tampoco es así, ya que le vuelve a responder
negativamente, a lo que se le agrega otro elemento: la humillación pública a la
mujer cananea, ya que la trata, indirectamente, de “perra” –sin sentido
peyorativo, pero la trata de animal, en comparación con los hijos, humanos, que
son los israelitas-: “No está bien echar a los perros el pan de los hijos”. Jesús
le vuelve a decir que no, y esta vez humillándola, porque le dice que no puede
hacer un milagro que está reservado a los hijos de Dios, que son los
israelitas. Ante esta respuesta, la mujer cananea, movida por el amor a su hija
y también por el amor a Jesús, no solo no se retira ofendida, sino que se
humilla aún más, aceptando la comparación de Jesús, pero respondiendo al mismo
tiempo con humildad y sabiduría: es verdad que no se debe dar la comida de los
hijos a los perros, pero los perros se alimentan de las migajas que caen de la
mesa de los hijos. Es decir, la mujer cananea le dice que acepta que los
milagros más grandes son para los israelitas, pero los no israelitas pueden
beneficiarse de la sobreabundancia de los milagros de los israelitas. Esta respuesta,
que expresa la extrema humildad –además de fe y constancia en la oración- de la
mujer cananea, es que lo que sorprende a Jesús y hace que le conceda lo que
pide, la liberación de su hija de la posesión demoníaca: “Mujer, qué grande es
tu fe: que se cumpla lo que deseas”. Cuando pidamos algo a Jesús, recordemos el
ejemplo de la mujer cananea y aprendamos de ella.
Adorado seas, Jesús, Cordero de Dios, Segunda Persona de la Santísima Trinidad, Dios oculto en el Santísimo Sacramento del altar. Adorado seas en la eternidad, en el seno de Dios Padre; adorado seas en el tiempo, en el seno de la Virgen Madre; adorado seas, en el tiempo de la Iglesia, en su seno, el altar Eucarístico. Adorado seas, Jesús, en el tiempo y en la eternidad.
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