(Ciclo
A - 2020)
La Virgen Santísima y San José cumplen con lo prescripto
por la ley, que establecía que luego del parto del primogénito, la madre debía
presentarse en templo luego de cuarenta días para purificarse y debía llevar al
niño para ofrecerlo al Señor. Al ingresar en el templo, se encuentran con el
anciano Simeón, quien toma al niño entre sus brazos y profetiza que ese niño
será la “luz de las naciones”.
Visto con los ojos naturales y con la luz de la simple
razón, lo que se puede observar es a una joven pareja que lleva a su hijo
primogénito luego de cuarenta días, para cumplir con la ley de Moisés. Sin embargo,
la escena no puede ni debe ser vista con la sola luz de la razón natural, sino
con la luz de la fe, porque encierra en sí misma un misterio insondable, oculto
por los siglos y ahora revelado en el Niño que lleva la Virgen entre sus
brazos. ¿Cuál es este “misterio oculto y ahora revelado en el Niño de la Virgen”?
El misterio que se revela -y que el anciano Simeón, iluminado por el Espíritu
Santo, logra entrever- es que ese Niño, traído en brazos por la Virgen y
presentado al templo, es la Luz Eterna de Dios, es el Hijo del Padre, Dios
Eterno de Dios Eterno, Luz Eterna de Luz Eterna, que viene a este mundo,
envuelto en “tinieblas y sombras de muerte” para iluminar el mundo, vencer a
las tinieblas y hacer resplandecer la luz eterna de Dios Uno y Trino sobre toda
la humanidad, mediante su misterio pascual de muerte y resurrección.
Cuando el anciano Simeón toma al Niño entre sus brazos, no
toma a un niño más entre tantos, sino al Niño Dios y es iluminado por la luz
eterna que brota de su ser divino trinitario y es la razón de su profecía: “Ahora
Señor puedes dejar que tu servidor muera en paz, porque mis ojos han visto la
salvación que preparaste delante de todos los pueblos: Luz para iluminar a las
naciones paganas y gloria de tu pueblo Israel”. Si el niño fuera un niño más
entre tantos, no tendrían sentido las palabras del anciano Simeón, pero como no
lo es, como es el Niño Dios, sus palabras se convierten en profecía.
Por último, debemos considerar que nosotros, en cada Santa Misa,
si bien no tomamos al Niño entre nuestros brazos, como el anciano Simeón,
recibimos de Dios Trino una muestra de amor infinitamente más grande que la
demostrada con Simeón, porque lo comulgamos, es decir, nos alimentamos con su
Cuerpo y su Sangre en la comunión eucarística. Por esto mismo, nosotros, luego
de cada comunión eucarística -hecha por supuesto con el alma purificada por el
Sacramento de la Confesión-, podemos parafrasear a San Simeón y decir: “Ahora Señor
puedes dejar que tu servidor muera en paz, porque mi corazón se ha deleitado
con el Cuerpo y la Sangre del Salvador, Cuerpo y Sangre que es luz y gloria eterna
de Dios para salvar a la humanidad perdida”.
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