(Ciclo A – 2023)
La Iglesia
Católica celebra, el día 2 de febrero, la fiesta litúrgica de la “Presentación
del Señor”, fiesta que también es llamada de la “Candelaria”, ya que se acostumbraba
a asistir con velas encendidas[1].
En esta
fiesta se celebran dos acontecimientos relatados en el Evangelio, la Presentación
de Jesús en el templo y la Purificación de María. La ley mosaica prescribía que,
a los cuarenta días de dar a luz al primogénito, éste debía ser presentado en
el templo, porque quedaba consagrado al Señor, al tiempo que la madre debía también
presentarse para quedar purificada. La Virgen y San José, como eran observantes
de la ley, llevan a Jesús, el Primogénito, para presentarlo al Señor. La ley
prescribía también que debía presentarse como ofrenda a Dios un cordero, pero
si el matrimonio era de escasos recursos, como el caso de María y José, se podían
presentar dos tórtolas o pichones de palomas.
Ahora bien,
lo que debemos considerar, a la luz de la fe, es que ni Jesús tenía necesidad
de ser presentado para ser consagrado, ni la Virgen tenía necesidad de ninguna
purificación. Jesús no necesitaba ser consagrado, porque Él, siendo Hijo de
Dios encarnado, estaba consagrado al Padre desde el primer instante de la
Encarnación; a su vez, la Virgen no necesitaba ninguna purificación, porque Ella
es la Pura e Inmaculada Concepción; sin embargo, como eran observantes de la
ley, llevan a Jesús al templo.
Otro aspecto
a considerar es que, a esta fiesta litúrgica, se la llama también “Candelaria”,
porque se asistía con velas encendidas y eso es para representar a Jesús, que
es Luz Eterna y Luz del mundo, como dice el Credo: “Dios de Dios, Luz de Luz”;
es decir, Jesús es la Luz Eterna que procede eternamente del seno del Padre,
que es Luz Eterna e Increada. Y así como la luz disipa a las tinieblas, así
Jesús, Luz Eterna, disipa las tinieblas del alma que lo contempla, concediéndole
la gracia de contemplarlo como Dios Hijo encarnado y es esto lo que le sucede a
San Simeón: al tomar al Niño Dios entre sus brazos, Jesús lo ilumina con la luz
de su Ser divino trinitario y eso explica la frase de Simeón: “Ahora, Señor,
puedes dejar a tu siervo partir en paz, porque mis ojos han contemplado a tu
Salvador, luz de las naciones y gloria de Israel”[2]. Como
resultado de la iluminación interior por el Espíritu Santo dado por el Niño
Dios, Simeón profetiza reconociendo en Jesús al Salvador de los hombres, el “Mesías
esperado”, pero también profetiza la dolorosa muerte de Jesús en la cruz,
muerte que atravesará el Corazón Inmaculado de su Madre “como una espada de
dolor”. Por último, María y José presentan, en realidad, un Cordero, como lo
prescribía la ley, pero no un cordero cualquiera, sino al Cordero de Dios, a Jesús,
el Dios que habría de ser sacrificado como Cordero Santo en el ara de la cruz
para salvar a los hombres con su Sangre derramada en el Calvario.
La
fiesta litúrgica de la Presentación del Señor trasciende el tiempo y llega
hasta nosotros: así como Simeón contempló a Jesús, el Cordero de Dios y lo
reconoció como al Salvador, así nosotros, al contemplar al Cordero de Dios,
Jesús Eucaristía, también debemos reconocerlo como al Salvador, diciendo con
Simeón: “Hemos contemplado al Salvador de los hombres y gloria del Nuevo
Israel, Jesús Eucaristía, el Cordero de Dios”.
[2] Entre los ortodoxos se le conoce a
esta fiesta como el Hypapante (“Encuentro” del Señor con Simeón).
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