“¿Quién pretendes ser?” (cfr. Jn 8,
51-59). Llevados por su ceguera voluntaria, los judíos cometen el peor de los
pecados, el pecado que no tiene perdón ni en esta vida ni en la otra y es el
pecar contra el Espíritu Santo. Cometen este gravísimo pecado cuando, yendo
contra toda la evidencia y contra todo el peso de la prueba de los milagros de
Jesús, que atestiguan que Él es el Hijo de Dios encarnado, los judíos se
obstinan en negar los milagros, se obstinan en negar su divinidad y, en el
colmo de la malicia, atribuyen al demonio los milagros que hace Jesús,
acusándolo de “estar endemoniado” y de “pretender hacerse pasar por Dios”:
“Estás endemoniado, ¿quién pretendes ser?”.
Ahora bien, no debe sorprendernos la ceguera de los
judíos, por cuanto pueda ser voluntaria. Puede ser que, con la distancia del
tiempo, lleguemos a darnos cuenta de su ceguera y a reprocharles también
nosotros la razón por la cual niegan los milagros que hace Jesús y que dan
cuenta de su divinidad. En efecto, cuando leemos en el Evangelio los milagros
que hace Jesús -resucitar muertos, curar todo tipo de enfermos, perdonar
pecados, multiplicar panes y peces, expulsar demonios-, podemos decir que es
relativamente fácil darnos cuenta de lo portentoso de sus milagros y de lo
incomprensible que resulta la actitud negadora de los judíos. Sin embargo,
también a nosotros nos sucede lo mismo que a ellos y todavía con un agravante y
es que Jesús realiza, en cada Santa Misa, delante de nuestros ojos, por medio
de la liturgia eucarística y a través del sacerdote ministerial, un milagro que
es infinitamente más grandioso que cualquiera de los milagros realizados
delante de los judíos y es la conversión del pan y del vino en su Cuerpo y en
su Sangre. Y nosotros, repitiendo y agravando la actitud negadora de los
judíos, permanecemos impasibles y con total frialdad frente a este Milagro de
los milagros, la Eucaristía, pasando a comulgar con una indiferencia y frialdad
que asusta a los ángeles mismos de Dios y que hace regocijar a los demonios,
quienes ven cómo consumimos la Divinidad del Señor Jesús, oculta en apariencia
de pan y vino, como si se tratase de solo un poco de pan bendecido y nada más.
No repitamos el error de los judíos, no seamos impasibles
frente al Amor de los amores, que se nos entrega con todo su Ser divino bajo la
apariencia de pan y vino.
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