(Ciclo B – 2024)
El
Viernes Santo es un día de luto para la Iglesia Católica, porque no solo se
conmemora, sino que, por el misterio de la liturgia, la Iglesia participa de la
Pasión y Muerte de Nuestro Señor Jesucristo en el Santo Sacrificio de la Cruz.
El hecho de que Jesús muera en la cruz, está representado en la postración del
sacerdote ministerial al inicio de la celebración: significa que el Sumo y
Eterno Sacerdote, Jesucristo, ha muerto en la cruz y si Él, el Sumo Sacerdote,
del cual participan sus poderes sacerdotales los sacerdotes ministeriales, está
muerto en la cruz, eso significa que los sacerdotes ministeriales han sido, de
alguna manera, derribados con Él, ya que sin Jesucristo, ni el sacerdocio ni la
Iglesia Católica tienen razón de ser. El sacerdote ministerial se postra en el
suelo en señal de duelo, porque ha muerto en la cruz el Sumo y Eterno
Sacerdote, Jesucristo y sin Él, no hay ni sacerdocio, ni Eucaristía, ni
sacramentos y tampoco Iglesia, porque Él es la “Piedra que desecharon los
arquitectos”, es la Piedra basal de la Iglesia Católica, de su sacerdocio, de
sus sacramentos.
El
Viernes Santo es un día de luto, de duelo, para la Iglesia Católica, porque
participa del Viernes Santo de hace veinte siglos, en el que, a las tres de la
tarde, después de una larga y dolorosa agonía de tres horas, el Hombre-Dios
moría en la cruz, luego de entregar su Cuerpo, su Sangre, su Alma y su
Divinidad para la salvación de los hombres y luego de dejarnos a su Madre como
nuestra Madre, como la Madre de todos los hombres nacidos espiritualmente bajo
la cruz.
El
Viernes Santo es un día de luto y de tristeza porque, al menos en apariencia,
han triunfado sobre la humanidad las triples tinieblas que la envuelven desde
el pecado de Adán y Eva: parecen haber triunfado las tinieblas vivientes, los
demonios, quienes incitaron al odio satánico contra Jesucristo, hasta lograr su
condena a muerte y su crucifixión; parecen haber triunfado las tinieblas de la
muerte, que ingresó en la humanidad desde Adán y Eva y esto porque hasta el
mismo Hombre-Dios Jesucristo, que es la Vida Eterna en Sí misma, ha muerto en
la cruz; parecen haber triunfado las tinieblas del pecado, porque fueron los
hombres que, oscurecidas sus mentes y corazones por el pecado, dieron muerte al
Dios de la vida, Jesucristo. Pero todos estos triunfos son solo aparentes,
porque en la realidad, con su muerte en cruz, Nuestro Señor Jesucristo derrotó
para siempre al Demonio y al infierno todo; con su Muerte nos dio la Vida
Eterna; con su Sangre derramada borró nuestros pecados y nos concedió la vida
de la gracia. Entonces, aun cuando parezca que las tinieblas han triunfado en
el Viernes Santo, e infinitamente lejos de tratarse de un “fracaso de Dios”, la
Crucifixión y Muerte de Nuestro Señor Jesucristo se trata sin embargo del
triunfo más grandioso y espectacular de Dios Padre Quien, a través de su Hijo
Jesucristo, nos dona al Espíritu Santo, Espíritu que es Luz Eterna, Vida Divina
y Gracia Increada y así el Hombre-Dios Jesucristo, lejos de fracasar, no solo
triunfa definitivamente sobre los tres grandes enemigos de la humanidad, el
Demonio, el Pecado y la Muerte, sino que nos concede su Vida, que es la Vida
Eterna de la Trinidad; nos concede su Amor, el Amor del Padre y del Hijo, el
Espíritu Santo y nos abre el Camino al seno del Padre eterno, la Herida abierta
de su Corazón traspasado, a través de la cual, por la gracia de Dios, podemos
ingresar para llegar al Corazón mismo del Padre Eterno. Entonces, si bien
estamos de luto como Iglesia, el Viernes Santo también, en lo más profundo,
guardamos una serena paz y una serena alegría, seguros no solo del Triunfo del
Hombre-Dios Jesucristo sobre el Demonio, el Pecado y la Muerte, sino también de
haber recibido, por su Muerte en Cruz, el Perdón misericordioso de Dios, además
de concedernos la Vida Eterna de la Santísima Trinidad por medio de su Sangre
derramada en el Monte Calvario.
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