En pleno tiempo navideño, tanto la Iglesia como el profeta
Isaías hablan de la aparición de la gloria de Dios sobre la Iglesia , y la liturgia nos
dice que esto se verifica en el Misterio de Navidad y de Epifanía[1].
El día de la Epifanía ,
la Iglesia la
Iglesia se aplica a sí misma las palabras del profeta Isaías: “Levántate y
resplandece, Jerusalén, que ya se alza tu luz, y la gloria del Señor alborea
para ti, mientras está cubierta de sombras la tierra y los pueblos yacen en las
tinieblas. Sobre ti viene la aurora del Señor, y en ti se manifiesta su gloria”
(60, 1-22; Epist.).
Ahora bien, si lo que vemos en tiempo
de Navidad es un pesebre, con una escena familiar, una madre, un padre, un
niño, más un grupo de curiosos que han venido atraídos por lo insólito del
lugar del nacimiento, un pesebre, un establo, en vez de una posada, ¿de qué
gloria se trata? No es, obviamente, la gloria de Dios, al menos según las teofanías o manifestaciones del Antiguo
Testamento, en las que Yahveh se manifiesta en medio de truenos y rayos, en
medio de temblores de tierra y de humo (cfr. Éx 33, 20-33).
Tampoco es la gloria de Dios tal como
la contemplan, en el cielo y por la eternidad, los ángeles de luz.
Tampoco es, obviamente, la gloria
mundana, opuesta radicalmente a la gloria de Dios.
¿De qué gloria se trata?
Nos lo dice la misma Iglesia, en el
Prefacio I de Navidad: “Por la encarnación de la Palabra , la luz de tu
gloria se nos ha manifestado con nuevo resplandor”[2].
Lo que la Iglesia
nos dice es que “en la
Encarnación de la
Palabra ” la gloria de Dios se nos manifiesta con un nuevo
esplendor, y esa Palabra encarnada, que manifiesta el esplendor de la gloria de
Dios de un modo nuevo, desconocido para los hombres, es el Niño de Belén. Quien
ve al Niño de Belén, ve entonces a la gloria de Dios, que se manifiesta
visiblemente, de modo que el Dios de la gloria, que habitaba en una luz
inaccesible, y que era invisible a los ojos del cuerpo, ahora se hace visible,
perceptible, a los ojos del alma, iluminados por la luz de la fe. Quien
contempla al Niño de Belén con la fe de la Iglesia , contempla la gloria de Dios, porque
contempla al Kyrios, al Señor de la gloria, Aquel al que nunca habrían
crucificado quienes lo crucificaron, si precisamente lo hubieran reconocido
como al Señor de la gloria.
La gloria que la Iglesia y el profeta
cantan entonces en Navidad, como apareciendo sobre la Iglesia , la gloria que se
manifiesta en la Iglesia
es entonces la gloria del Niño de Belén, que no es la del mundo, sino la gloria
de Dios, pero que brilla con nuevo resplandor, porque se hace accesible a
través de la carne, de la humanidad del Niño Dios. Y como el Niño Dios de Belén
será luego el Hombre-Dios que entregará su vida y derramará su sangre en el
Calvario, será también en el Calvario, en la cima del monte Gólgota, en la
crucifixión, en la efusión de sangre del Hombre-Dios, en donde la gloria de
Dios se manifestará con su máximo esplendor.
Pero si el Niño de Belén, que es luego
el Hombre-Dios, manifiesta la gloria de Dios, porque en Belén la Palabra se encarna,
haciéndola brillar con nuevo resplandor, y si se manifiesta con su máximo
esplendor en el Calvario, en la efusión de sangre del Cordero de Dios, es en la Santa Misa en donde se
dan ambas manifestaciones o, más bien, en donde la gloria divina se irradia
también de un modo nuevo, a través de la Eucaristía. Quien
contempla la Eucaristía ,
no con los ojos del cuerpo, sino con los ojos de la fe, contempla no un poco de
pan bendecido, sino al Kyrios, al
Señor de la gloria, que prolonga su Encarnación en la Eucaristía , que renueva
su sacrificio en cruz de modo incruento, sacramental, sobre el altar del
sacrificio.
Como los pastores, que ante el anuncio
de los ángeles acudieron a adorar a su Dios que se les manifestaba como un Niño
recién nacido y al adorarlo se llenaron de asombro, de alegría y de gozo; como
los Magos de Oriente, que llenos de amor y de admiración se postraron delante
del Niño Dios y le dejaron los dones de incienso, oro y mirra, también nosotros
dejemos ante el altar eucarístico nuestros pobres dones: el oro del corazón
contrito y humillado, el incienso de la oración, y la mirra de obras hechas con
sacrificio en su honor, y adoremos a nuestro Dios, que prolonga su Encarnación
en la Eucaristía ,
que se nos manifiesta en su gloria con un nuevo resplandor, el resplandor que
surge del misterio eucarístico, y llenos de asombro, de alegría y de gozo por
la manifestación del Hijo de Dios en la Eucaristía , comuniquemos al mundo la alegre noticia:
la Eucaristía
es el Emmanuel, el Dios entre nosotros, que se nos entrega como Pan de Vida
eterna.
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