Jesús
expulsa a un demonio del cuerpo de un poseso (cfr. Mc 1, 21-28). Muchos creen que la posesión demoníaca de los cuerpos
humanos son cosas del pasado; que si existieron, hoy ya no se dan más estos
casos; otros, reducen los casos de posesión descritos en el evangelio a
enfermedades psiquiátricas desconocidas en ese entonces y confundidas con
posesiones; para otros, finalmente, se trata sólo de supersticiones que no
pueden ser aceptadas por mentes racionalistas y progresistas.
Pensar de esta manera constituye un gravísimo error,
puesto que el demonio, el espíritu maligno, el ángel caído, existe, y continúa
tomando posesión de cuerpos y engañando mentes y voluntades de innumerables
seres humanos. El demonio es un ser real; no es un producto de la imaginación,
ni una enfermedad psiquiátrica, ni el fruto de creencias supersticiosas. Conserva
todo su poder, propio de su naturaleza angélica, aunque sin la gracia de Dios,
por lo que su voluntad está fijada y congelada en el mal absoluto, en el odio
sin límites. El demonio odia a Dios y al hombre en cuanto imagen de Dios, y al
no estar condicionado por la materia y por el tiempo, se mueve entre los
hombres para tratar de engañarlos, hacerlos caer en el pecado, y arrastrarlos
al infierno.
Lejos de ser un fantasma o una leyenda, el demonio es una
tenebrosa realidad, la más peligrosa y terrible realidad que pueda existir,
tanto para cada hombre en particular, como para todas las naciones de la
tierra.
Que exista el demonio, es un hecho que puede ser
constatado sin salir del hogar, simplemente encendiendo el televisor o
conectándose a Internet. Por estos medios de comunicación, se puede comprobar
cómo la práctica totalidad de la cultura humana –lo que el hombre piensa y
hace- está influenciada por el demonio: la moda indecente e impúdica; la música
del género que sea –cumbia, rock, música pop-, que induce al sexo desenfrenado,
al alcohol, a la drogadicción; los homicidios, los adulterios, las venganzas,
las matanzas, los asesinatos, los robos, las violencias, las guerras, etc. etc.
Y como si esto fuera poco, el silencioso genocidio del aborto. Todo el quehacer
humano, en la actualidad, es explícita o implícitamente satánico, puesto que el
grado de perversión y de malicia que se observa en estas manifestaciones,
distan mucho de ser explicadas por las solas pasiones humanas. Es el ángel
caído el que, inficionando el corazón del hombre, induce a este a crear la
actual civilización atea, materialista, hedonista. Un reflejo de esta
civilización sin Dios son los domingos, en los que los templos están vacíos,
mientras están saturados de católicos tibios y apóstatas los estadios de fútbol,
los parques de diversiones, los centros de compras…
En el evangelio, Cristo expulsa al demonio del cuerpo de
un poseso. Hoy, debería expulsarlo de toda la sociedad y de todas las
manifestaciones perversas de la sociedad, puesto que nos encontramos en un
momento en el que las fuerzas del infierno parecen ya haber triunfado no sobre un
hombre aislado, como el poseso del evangelio, liberado por Jesús, sino sobre
toda la humanidad.
Sin embargo, si hoy el ataque del infierno es feroz y
despiadado, más que en tiempos de Jesús, también nosotros poseemos una
extraordinaria defensa, y también ataque contra las fuerzas del infierno: es la
Virgen María, ante cuyo nombre tiembla de terror el infierno entero. En época
de Jesús la Virgen no actuaba contra el demonio, porque no era todavía el
tiempo de su pública actuación fijado por la Divina Providencia. Pero nuestros
tiempos son los tiempos de María, la Mujer del Génesis, la Mujer del
Apocalipsis, que aplasta la cabeza de la serpiente infernal con su delicado
piececillo de doncella. ¿Cómo es posible esto? Porque la fuerza omnipotente de
Dios actúa a través suyo, y es por este motivo que para el demonio el pie de la
Virgen, con el cual aplasta su soberbia cabeza, tiene el peso de miles de
millones de toneladas, y todavía más.
Si en el evangelio aquellos que eran atormentados por los
demonios, podían recurrir sólo a Jesús, nosotros en cambio, podemos recurrir a
Él y a la Virgen María, Vencedora del infierno con la gracia de su Hijo Jesús.
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