“Conviértanse, porque el Reino de Dios
está cerca” (cfr. Mt 4, 12-17). El
pedido de Jesús no se entiende si no se tiene en cuenta lo sucedido al inicio
de la Creación ,
primero en los cielos y luego en la tierra. En los cielos, el demonio se rebela
contra Dios, es expulsado luego de ser derrotado por San Miguel Arcángel, y en
su caída logra arrastrar al hombre, haciendo cometer a Adán y Eva el primer
pecado de la humanidad, el pecado original, pecado por el cual todos los
hombres habrían de perder el estado de gracia.
El pecado original privó al hombre de la
gracia; le ofuscó la mente y el corazón,
lo alejó de Dios; le arrancó la corona de luz y de gracia con la que Dios lo
había adornado en su creación, y lo arrojó por tierra. Por el pecado, el hombre
a su vez arrojó a Dios de su corazón y lo echó, reemplazándolo por una imagen
de sí mismo. Al haber arrojado el hombre a Dios de su corazón, lo privó de la
luz divina que le otorgaba la gracia, y por eso al hombre le es arduo el
conocer la verdad y, aunque desea el bien, le es difícil hacerlo.
Por el pecado, el hombre dejó de escuchar
la voz amigable y amable de Dios, su Creador, para escuchar la voz seductora,
insidiosa y mentirosa del Demonio. Por el pecado el hombre, que era amigo de
Dios, se volvió su enemigo y, envuelto en la confusión, tomó por amigo a quien
es su más grande y peor enemigo, el Diablo.
El pecado original hizo perder al hombre,
además de la amistad y la luz de Dios, la vida, la salud, y por eso quedó
sometido a la enfermedad, al dolor, a la muerte, a la separación de Dios.
Por el pecado, la cabeza del hombre quedó
sin la corona de gloria con la que Dios lo había creado, y además su corazón,
que antes miraba hacia arriba, hacia Dios, quedó dado vuelta hacia abajo, hacia
la tierra, hacia las cosas bajas.
La conversión consiste en cambiar la
dirección del corazón, enderezarlo, y dirigirlo hacia arriba, hacia Dios.
El llamado a la conversión por parte de
Jesús es un llamado por lo tanto a cambiar el corazón, a apartarlo de la tierra
y de las cosas bajas, las pasiones, los odios, los rencores, el orgullo, la
envidia, para elevarlo hacia Dios, en busca de su rostro, rostro que se
manifiesta en Cristo y que comunica la luz, el amor, la paz de Dios.
Convertirse quiere decir entonces dejar
atrás al hombre viejo, y dejar de mirar y de vivir esta vida terrena como si
fuera la definitiva, y comenzar a mirarla y vivirla como lo que es, un breve
período de prueba para ganar la eternidad que nos espera; convertirse es
combatir contra la soberbia y el orgullo propios, que lleva a condenar al
prójimo sobre la base de prejuicios, siempre equivocados; convertirse quiere
decir luchar contra la pereza corporal, que nos lleva a no cumplir nuestro
deber de estado, o a cumplirlo de modo mediocre y tibio, y contra la pereza
espiritual, que nos lleva a no rezar ni asistir a Misa, posponiendo y dejando
de lado la oración y la
Eucaristía por los atractivos del mundo; convertirse es
abatir el orgullo propio, que lleva a no perdonar al prójimo, pero también
lleva a no querer pedir perdón porque no se reconocen las propias faltas.
“Conviértanse, porque sino todos
pereceréis”, les advierte Jesús a sus contemporáneos, pero también la
advertencia se dirige a nosotros. Según las palabras de Jesús, la conversión es
absolutamente necesaria para entrar en el Reino de los cielos, porque no se
salvará quien posea un corazón ennegrecido por el rencor, la envidia, el
orgullo, la avaricia, la lujuria.
La conversión es una tarea de todo el
día, todos los días; inicia en el momento de la concepción y finaliza en el
momento de la muerte, por eso nadie puede decir: “Estoy convertido”, porque
pecaría de orgullo y presunción, al afirmar una falsedad. Sólo los santos del
cielo están ya perfectamente convertidos, pero todos tuvieron que pasar por la
prueba de esta vida.
Convertirse es una tarea ímproba,
dificilísima, porque consiste en desviar la mirada torcida del corazón,
inclinada hacia las cosas bajas de la tierra y hacia el propio yo, para
dirigirlo hacia las cosas del cielo, de la eternidad, de Dios Uno y Trino.
La conversión es una tarea imposible de
llevar a cabo con las solas fuerzas humanas, porque es equivalente a que un
hombre intentara mover una montaña.
Pero lo que es imposible para el hombre,
es posible para Dios, y es por eso que la conversión es posible, pero sólo allí
donde está Dios y donde Dios se manifiesta y se nos comunica con el poder de su
gracia divina: la Cruz ,
la Eucaristía ,
la Confesión
sacramental.
Dios se manifiesta en la Cruz y por eso, quien se
acerca a la Cruz ,
recibe la gracia de la conversión, como le sucedió a Dimas, el buen ladrón, y
como le sucedió a Longinos, el soldado romano que le traspasó el Corazón,
convirtiéndose al derramarse en su cara la Sangre y el Agua del Corazón de Jesús. Y quien se
acerca a la Cruz ,
recibe sólo gracia, amor, luz y paz de parte de Dios crucificado: además de la
conversión, Dimas recibe la promesa de la salvación eterna: “Te digo que hoy
estarás conmigo en el Paraíso”, y Longinos recibe también la gracia de la
conversión: “Verdaderamente, este es el Hijo de Dios”.
Y esa Sangre y esa Agua se nos comunican
en los sacramentos, la
Eucaristía y la
Confesión sacramental , por medio de los cuales el alma recibe la gracia
santificante que la convierte en morada de la Trinidad.
Y si alguien dice: “Hace años que me
confieso y comulgo, y no veo que esté en el camino de la conversión”, es muy
probable que a este tal lo que le suceda sea que acude a la confesión como si
fuera la consulta con un psicólogo, sin propósito de enmienda, y que comulgue
distraídamente.
¿Y cómo saber si nuestra alma está en el
camino de la conversión? Son indicios de un corazón en proceso de conversión, la
humildad, la caridad, la compasión, las obras de misericordia.
Si no hay nada de esto –misericordia,
humildad, caridad, compasión-, el cristiano no debe engañarse, porque aún
cuando rece y asista a Misa, todavía ni siquiera ha comenzado la conversión.
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