"La adoración de los Reyes Magos"
(Roger van der Weyden)
(Ciclo C – 2019)
Dios Hijo,
encarnado por obra del Espíritu Santo en el seno virginal de María Santísima,
luego de permanecer nueve meses en el vientre materno, nace milagrosamente en
el Portal de Belén, dejando intacta la virginidad de su Madre, quien es para
siempre Virgen y Madre de Dios. La Encarnación y el Nacimiento del Hijo de Dios
constituyen, para la Humanidad, el hecho más trascendente en toda su historia,
de manera que no habrá, hasta el fin de la historia humana, es decir, hasta el
Día del Juicio Final, un hecho más importante y trascendente que éste.
¿Qué
significan la Encarnación y el Nacimiento del Hijo de Dios?
El ingreso del Hijo de Dios como Niño humano en el
tiempo y su Nacimiento en el Portal de Belén significa el inicio del fin para
el imperio de las tinieblas y señala el principio del fin para el reinado del
Príncipe de las tinieblas, Satanás, quien tenía cautiva a la humanidad desde la
expulsión de Ada y Eva del Paraíso a causa del pecado original, porque ese Niño
del Pesebre de Belén es el Mesías, quien vencerá a Satanás para siempre con su
sacrificio en cruz en el Calvario.
El ingreso en el tiempo humano del Dios Eterno, el
Verbo del Padre, y su Nacimiento como Niño humano en el Pesebre, hace dos mil
años, significa para el hombre –para toda la humanidad, desde Adán hasta el
último hombre nacido en el Día del Juicio Final- el fin del dominio de la
muerte y el comienzo de una nueva vida, la vida de la gracia, que es
participación a la vida de Dios Trino en el tiempo y glorificación del alma y
del cuerpo en la vida eterna, para quien salva su alma e ingresa en el Reino de
los cielos; significa el fin de la muerte, que domina a la humanidad desde la
caída de Adán y Eva, porque el Niño de Belén, que es el Dios de la Vida y la
Vida Increada en sí misma, ha venido para no solo derrotar a la muerte para
siempre con su muerte sacrificial en cruz, sino para donar al hombre su misma
vida divina, participada en el tiempo por la gracia santificante que se
comunica por los sacramentos, y vivida en plenitud en la gloria del Reino de
Dios, en la vida eterna.
La Encarnación y Nacimiento del Logos, la Sabiduría
del Padre, que siendo engendrada en la eternidad, crea un cuerpo y un alma para
unirlos a su Persona Santísima, la Segunda de la Trinidad, y así nacer como
Niño humano en el tiempo, en el Portal de Belén, significa el fin del dominio
del pecado sobre el hombre, pecado que se comunica por la generación humana y
que desde la caída de Adán y Eva corrompe e infecta todo ser humano nacido bajo
el sol, porque el Niño Dios, que es la Gracia Increada y la Santidad en sí
misma, ha venido a esta tierra y ha ingresado en nuestras historia personal
para destruir el pecado al precio de su Sangre Preciosísima derramada en la
cruz, para limpiar nuestras almas de la mancha infecta del pecado, para lavar
para siempre la inmundicia del pecado que contamina nuestras almas desde que
somos engendrados y para además comunicarnos, con su Sangre Preciosísima
derramada sobre nuestras almas en el Bautismo y en cada sacramento, sobre todo
el sacramento de la Penitencia, su misma santidad, su misma filiación divina,
para que libres de la mancha del pecado,
seamos convertidos en hijos de Dios, en templos del Espíritu Santo y en morada
de la Santísima Trinidad.
Cuando contemplemos al Niño del Pesebre, meditemos
acerca de su significado y, postrados ante el Niño Dios, lo adoremos y le demos
gracias por su Encarnación y Nacimiento, porque no hubo, no hay y no habrá, por
los siglos de los siglos, un hecho más trascendente para la humanidad que la
Navidad que la Iglesia celebra, extasiada de gozo y alegría.
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