Aplicándole saliva y tocando sus oídos, Jesús cura
milagrosamente a un sordo. Con su poder divino, sana en un instante, con su
sola palabra, la atrofia de las vías auditivas del sordo, restituyéndola la
audición.
Así como ésta, Jesús puede curar cualquier enfermedad
corporal, desde las más leves, hasta las más graves y eso con el solo querer de
su voluntad, incluso sin necesidad de aplicar físicamente sus manos, como lo
hizo en este caso.
Ahora bien, el cristiano debe saber que hay una enfermedad
infinitamente más grave que la más grave de las enfermedades corporales y es el
pecado, la enfermedad del alma.
Muchos cristianos se preocupan en exceso por las
enfermedades del cuerpo -y no es que no haya que preocuparse, porque el cuidado
del cuerpo entra dentro del Primer Mandamiento, amar a Dios, al prójimo y a uno
mismo-, pero lo que sucede es que, así como nos preocupamos por las enfermedades del cuerpo,
así también debemos preocuparnos por las enfermedades del alma, la más grave de
todas, el pecado. También para estas enfermedades del alma tiene Jesús cura y tratamiento
y es el Sacramento de la Confesión.
Por la confesión sacramental, la Sangre de Jesús cae sobre
el alma y la purifica de todo pecado, devolviéndole la salud y convirtiéndola
en templo del Espíritu Santo por la gracia.
Si estamos enfermos del cuerpo, acudamos al médico; si
estamos enfermos del alma, acudamos al Médico celestial, Cristo Jesús, para que
por el Sacramento de la Confesión nos sane, con su Sangre, de la peor enfermedad de todas, el pecado.
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