“Salieron
a predicar la conversión, echaban muchos demonios, ungían con aceite a muchos
enfermos y los curaban” (Mc 6, 7-13).
Jesús envía a los Apóstoles a predicar la Buena Nueva, pero en este envío, los
hace partícipes de su poder divino: les da poder, no solo para predicar la
Palabra de Dios, sino también para expulsar demonios y para curar enfermos. De hecho,
según el Evangelista Juan, Jesús vino para “destruir las obras del Demonio” (1 Jn 3, 8) y las obras del Demonio son
la enfermedad, el dolor y la muerte –por eso dice la Escritura que “por la
envidia del Demonio entró la muerte en el mundo”[1]- y
además la posesión de los cuerpos, como una imagen negativa de la inhabitación
de la gracia en el alma del justo –en efecto, por medio de la gracia, Dios toma
posesión del alma, elevándola a hija adoptiva suya; el Demonio, la “mona de
Dios”, lo imita pero como no puede poseer las almas, toma posesión de los
cuerpos, convirtiendo a los posesos en sus esclavos-. Jesús les da entonces a
los Apóstoles el poder de deshacer estas dos obras del Demonio: la posesión
demoníaca y la enfermedad: “echaban muchos demonios, curaban muchos enfermos”. Se
puede decir que los Apóstoles son la Iglesia naciente, el Cuerpo Místico de
Jesús, que obra, movido por el Espíritu Santo, la misma obra de la Cabeza.
En
nuestros días, también la Iglesia continúa la misma misión encargada por Jesús
a los Apóstoles: por medio de los sacramentos, comenzando con el Bautismo y
siguiendo luego con la Confesión sacramental, la Iglesia expulsa, con el poder
de Dios, la presencia demoníaca en el alma del cristiano; con el sacramento de
la unción de los enfermos, restablece la salud corporal, en algunos y casos y también
la salud espiritual. De esta manera, la Iglesia continúa, en el tiempo, la
misma tarea encargada por Jesús a los Apóstoles, que es la tarea del mismo
Jesús: “deshacer las obras del Demonio”.
Sin
embargo, lo más importante no es, ni la expulsión de demonios, ni la curación
corporal: la tarea más importante de la Iglesia es la predicación de la
Palabra, es decir, la Evangelización de los paganos, de los gentiles, comunicar
a todo el mundo la Buena Noticia de Nuestro Señor Jesucristo, que es la
donación de la gracia por su sacrificio en cruz, donación que nos convierte en
hijos adoptivos de Dios y en herederos del Reino.
“Salieron
a predicar la conversión, echaban muchos demonios, ungían con aceite a muchos
enfermos y los curaban”. En nuestros días, la actividad demoníaca ha crecido
como nunca antes en la historia, puesto que son cada vez más las personas que
practican la brujería, el ocultismo, el satanismo, el esoterismo y esa es la
razón de que explica, entre otras cosas, que ideologías verdaderamente
diabólicas, como el feminismo, la ideología de género y la ESI se propaguen
entre niños y jóvenes con tanta fuerza. Por esto mismo, hoy más que nunca, es
necesaria la misión de los cristianos que, al igual que los Apóstoles, bajo el
mandato de Jesús, salgan a las calles para destruir las obras de Demonio y
proclamar la llegada del Reino de Dios.
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