“Muchacho, a ti te digo, levántate” (Lc 7,
11-17). Jesús, el Hombre-Dios, realiza un milagro admirable, un milagro que
revela a todo el que lo contempla el infinito poder de Dios, su omnipotencia,
su omnisciencia, su Amor, infinito y eterno, por la humanidad. En el Evangelio
se relata algo que es común para los hombres desde la caída de Adán y Eva y es
la muerte: según el relato, al acercarse Jesús a la ciudad de Naín, se encuentra
con una muchedumbre que acompaña a una madre viuda que acaba de perder a su
hijo el cual, ya envuelto en la sábana mortuoria, es llevado en procesión hasta
su lugar de sepultura. Jesús, siendo Él el Dios que creó a ese muchacho, siendo
Él el Dios que creó al hombre y lo dotó de vida, ahora, con su poder divino, no
solo restablece el cuerpo rígido del joven muerto, sino que ordena a su alma que
regrese al cuerpo, para que así el cuerpo, restablecido por Jesús, cobre vida
por el alma, que es la que le da la vida natural. Así Jesús demuestra no solo
su gran poder divino, sino también su gran amor por los hombres, porque solo
por su gran misericordia y nada más que por su gran misericordia, regresa a la
vida natural al hijo único de la viuda de Naín, concediéndole a esta la más
grande de sus alegrías terrenas, el ver volver a la vida a su hijo muerto.
Pero este milagro de resurrección corporal es figura
de otro milagro, inmensamente más asombroso y es otra resurrección, pero esta
vez espiritual, por acción de la gracia santificante. En efecto, toda vez que
el alma comete un pecado mortal, muere a la vida de la gracia, a la vida de los
hijos de Dios y esa es la razón por la que se llama “mortal” y el alma queda
así, irremediablemente muerta, sin posibilidad alguna de volver a vivir, porque
ninguna fuerza humana ni angélica puede dar al alma la gracia santificante, la
participación en la vida de la Trinidad. Pero Jesús, siendo Dios Hijo, siendo
Él la Gracia Increada, de cuyo Corazón traspasado en la cruz brota la vida de
las almas, la Sangre y el Agua que es la gracia santificante, actuando a través
del sacerdote ministerial, en el Sacramento de la Confesión, con su divino
poder no solo borra el pecado mortal confesado, sino que además le concede nuevamente
la participación en la vida divina, en la vida de la Santísima Trinidad,
haciendo que el alma regrese a su vida nueva
de hija adoptiva de Dios.
“Alma, a
ti te digo, levántate”. Cada vez que nos confesamos sacramentalmente, resuena
en lo más profundo de nuestro la Sagrada Voz que nos creó, nos redimió y nos
santificó.
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