(Domingo XXIV TO Ciclo A 2023)
La parábola
(cfr. Mt 18, 21-35) trata acerca de dos cosas: una, es la figura del Sacramento
de la Confesión, en donde Dios nos perdona nuestros pecados, sean leves o
mortales; la otra, es acerca de nuestra actitud, como cristianos, acerca de cuando
nosotros debemos perdonar a nuestros prójimos.
En la
parábola, el rey es Nuestro Señor Jesucristo; el deudor del rey, somos nosotros,
o cualquier cristiano que comete un pecado, sobre todo mortal; la deuda que
tiene el deudor del rey es muy grande y esto se ve en el hecho de que tiene que
“vender incluso a su familia”, esta deuda es, ante todo, un pecado mortal,
además de todo lo que tiene, para tratar de compensar a su rey por el perdón; el
perdón del rey, que perdona a su deudor la enorme deuda, es la absolución de
los pecados que recibimos en el Sacramento de la Confesión, en la que Dios
Padre, por medio del Sacrificio de su Hijo, derrama la Sangre del Cordero sobre
nuestras almas, dejándonos libre de toda culpa, cancelando el pecado del cual
nos habíamos confesado, sin importar la gravedad de este, con la condición de
que estemos verdaderamente arrepentidos del mismo. Al salir, el deudor del rey,
al que le ha sido perdonada una enorme deuda -el pecado mortal-, se encuentra
con un prójimo, el cual le debe solo una cantidad muy pequeña de dinero; el deudor
del rey, a pesar de haber sido perdonado, no tiene compasión para con su
prójimo y le exige el pago total de la pequeña deuda y como no tiene para
pagarle, lo hace encarcelar: es el rencor, el enojo y la falta de perdón que tenemos
para con nuestro prójimo, a pesar de haber sido perdonados. El enojo del rey -más
que justificado, para con el deudor primero, que no quiso perdonar a su prójimo
la escasa deuda que tenía para con él- es lo que Dios percibe en nuestras almas,
esto es, falta de caridad para con nuestro prójimo y falta de amor agradecido
para con Él, cuando, habiendo sido perdonados por Él al precio altísimo de la
Sangre de su Hijo derramada en la cruz, nosotros nos olvidamos del perdón que
recibimos en el Sacramento de la confesión y lejos de ser agradecidos para con
Dios y compasivos para con nuestro prójimo, nos mostramos desagradecidos y
olvidadizos con el perdón de Dios en la Confesión y nos mostramos crueles e
impiadosos para con nuestro prójimo, al cual no le perdonamos ni la más mínima
ofensa que pueda hacernos.
De esto
se sigue la importancia de obrar compasivamente para con nuestro prójimo que
nos hace daño, el “perdonar setenta veces siete”, lo cual quiere decir “siempre”,
porque si hacemos de esta manera, estaremos dando gracias a Dios por el perdón
de los pecados recibidos en el Sacramento de la Confesión, a la vez que imitaremos
a nuestro Padre del cielo en su compasión para con nosotros, siendo compasivos
para con nuestro prójimo que ha cometido una falta contra nosotros. Solo así, además,
seremos como Jesús quiere que seamos, perfectos, como el Padre del cielo: “Sed
perfectos, como mi Padre del cielo es perfecto”.
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