“También a los otros pueblos he sido enviado para anunciar
el Reino de Dios” (Lc 4, 38-44). El Evangelio nos relata a Jesús, el
Hombre-Dios, obrando curaciones milagrosas -no solo cura a la suegra de Pedro,
sino a cualquier enfermo- y realizando exorcismos -le llevan posesos y Jesús,
con la sola orden de su voz, expulsa a los demonios- y así lo dice el
Evangelio: “Los que tenían enfermos con el mal que fuera, se los llevaban y Él,
poniendo las manos sobre cada uno, los iba curando (…) de muchos de ellos
salían demonios”.
La gente, al comprobar por sus propios ojos el poder
divino que emanaba Jesús, ya que curaba cualquier clase de enfermedad y
expulsaba todo tipo de demonios, sin importar su jerarquía y su poder demoníaco,
pretenden que Jesús se quede con ellos: “La gente lo andaba buscando (…) e intentaron
retenerlo para que no se les fuese”.
Jesús les contesta indirectamente que no puede
quedarse, porque ha sido enviado no solo para ellos, sino para todo el mundo: “También
a los otros pueblos tengo que anunciarles el Reino de Dios, para eso me han enviado”.
Ahora bien, de esta respuesta de Jesús, debemos afirmar dos cosas: por un lado,
Jesús no ha venido solo pura y exclusivamente para el Pueblo Elegido: ha venido
para “todo el mundo”; por otro lado, Jesús no ha venido para curar todo tipo de
enfermedad y para expulsar demonios, sino que ha venido para “anunciar el Reino
de Dios” entre los hombres, algo que excede infinitamente la curación de
enfermos y el exorcismo de demonios: la Llegada del Reino de Dios, anunciada
por el Rey del Reino de Dios, Cristo Jesús, es la mejor y más maravillosa
noticia que jamás los hombres puedan escuchar, porque no solo significa que el
poder del Infierno sobre los hombres, ejercido impiadosamente desde la Caída
Original de Adán y Eva, está a punto de finalizar, sino que, a partir de ahora,
a partir de Cristo Jesús, por su Santo Sacrificio en Cruz y por su gloriosa Resurrección,
las Puertas del Reino de los Cielos estarán abiertas para todos los hombres que
quieran ingresar en el Reino, para lo cual deben vivir y morir en gracia,
evitando el pecado y viviendo según la Ley de Dios y los Consejos Evangélicos
de Jesús.
“También a los otros pueblos he sido enviado para anunciar
el Reino de Dios”. Cuando la Iglesia Católica anuncia la Llegada del Reino de
Dios a todas las naciones, no hace proselitismo, sino que cumple con el Mandato
de Nuestro Señor Jesucristo: “Id y haced que todos los hombres se bauticen en
el Nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo; el que se convierta se
salvará y el que no, se condenará”. Nuestro deber como Iglesia es, entonces,
anunciar que el Reino de Dios ha llegado, para salvar a toda la humanidad,
recibiendo la gracia santificante que fluye, como un mar impetuoso e infinito,
del Sagrado Corazón de Jesús, traspasado en la cruz.
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