“Yo conozco al Padre porque vengo de Él (…). Entonces
quisieron detenerlo, porque querían matarlo” (cfr. Jn 7, 1-2ss).
El encuentro con Cristo revela lo que hay en el corazón del
hombre.
Jesús declara conocer al Padre, porque procede de Él
eternamente, lo cual quiere decir auto-proclamarse como Dios. Lo que para un
alma humilde, deseosa de conocer la
Verdad , constituye una revelación que le ilumina el
horizonte, pues en Cristo encuentra lo que busca, es decir, el camino que
conduce al Padre, en otras almas, en aquellas en las que lo que domina es la
soberbia, la misma revelación de la divinidad de Cristo, despierta instintos
homicidas. Esto sucede cuando lo que el hombre busca no es la Verdad de Dios, sino el
propio yo.
Pero no se necesita ser fariseo de la época de Jesús para
querer matarlo, ni tampoco es necesario un encuentro físico con Él para buscar
su eliminación: basta con saber cuál es su voluntad con respecto a su imagen
viviente, el prójimo, y no querer cumplirla, a pesar de saber que es un mandamiento
suyo, para convertirse en un homicida espiritual.
¿Cuántos cristianos, conscientes de que Cristo manda
positiva y explícitamente, amar a los enemigos, viven y obran como si jamás
hubieran escuchado el mandato divino del perdón al prójimo?
¿Cuántos cristianos, que conocen el mandato de Jesús de
perdonar “setenta veces siete”, frente a la ofensa de su prójimo se comportan
como homicidas al negarse a perdonar?
Solo al pie de la
Cruz , y al pie del altar eucarístico, en la contemplación del
amor infinito del Corazón de Cristo, que se dona sin reservas para perdonar,
desaparece el instinto homicida que anida en el fondo del corazón humano.
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