Una
errónea lectura en clave marxista llevaría a concluir que el rico Epulón se
condena en el infierno debido a sus riquezas, mientras que el pobre Lázaro se
salva gracias a su pobreza.
La realidad,
a la luz del Magisterio de la
Iglesia , es muy distinta: Epulón no se condena por poseer
riquezas, sino por hacer un uso egoísta de las mismas, puesto que, siendo rico
y teniendo la posibilidad de auxiliar a su prójimo Lázaro, no se compadece de
su miseria.
A su
vez, Lázaro se salva no por su pobreza, sino por la aceptación humilde de las
pruebas y tribulaciones que Dios le envía, con lo cual Lázaro demuestra su amor
a Dios, al tiempo que también demuestra amor a Epulón, ya que no se queja por
la actitud mezquina que éste tiene para con él.
En el
fondo, se trata de dos corazones distintos: por un lado, el de Epulón,
endurecido a causa de su materialismo y hedonismo –se goza en la materia y en
la visión materialista de la vida-, lo que le impide ver el sufrimiento del
prójimo, y le impide ver también a Dios, puesto que, al igual que sus hermanos,
no lee ni cree en la Palabra
de Dios; por otro lado, está el corazón de Lázaro, que por la mansedumbre y la
humildad se abre al amor divino que lo priva de toda clase de bienes en esta
vida, para colmarlo de toda clase de bienes en la otra.
Por lo
tanto, la parábola nos enseña que ni los bienes en sí mismo son una bendición,
como sostienen los protestantes, ni los males en sí mismos son una maldición,
como sostiene la visión mundana de la vida: ambos son una prueba de Dios, que
se superan con la apertura del corazón al consejo divino: en el caso de que la
prueba consista en poseer bienes materiales, auxiliar con los mismos al prójimo
más necesitado; en caso de que la prueba consista en la tribulación, aceptando
la misma con paciencia y amor. En ambos casos, alimentando el alma con la Sagrada Escritura.
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