(Domingo V – TC – Ciclo B – 2012)
“Cuando sea
levantado en alto, atraeré a todos hacia mí” (cfr. Jn 12, 20-33). Jesús dice que cuando sea “levantado en alto”, es
decir, crucificado, “atraerá a todos” hacia Él. Contrariamente a lo que pudiera
parecer, no se refiere solamente a los que, hace XX siglos, fueron testigos de
la crucifixión; se refiere a toda la humanidad de todos los tiempos, y esto
porque su crucifixión pone en acto un poderoso movimiento centrífugo, que
originado en el Ser divino, como en su centro y su origen, abarca todos los
tiempos de la historia humana y a todos los hombres, sin excluir a ninguno.
Ante semejante evento, podríamos preguntarnos: ¿qué cosa es esta
poderosa fuerza centrífuga, que describe un movimiento ascendente, en dirección
a la Cruz
–podríamos darnos una idea imaginando a un poderosísimo imán que atrae con su
fuerza magnética a minúsculos pedacitos de hierro-, que conduce a Cristo
crucificado a todos los hombres de todos los tiempos?
Y la respuesta es que esta poderosísima fuerza de atracción, que
surgiendo del Ser divino se desencadena y derrama con toda su fuerza sobre la
humanidad entera a través de la herida abierta del Sagrado Corazón, la
envuelve, y la conduce de retorno al Ser divino, introduciéndola en el Corazón
de Jesús, no es otra cosa que el Amor divino, el Amor infinito, el Amor sin
límites, eterno, de Dios.
Es a esto a lo que se refiere Jesús, cuando dice que cuando sea crucificado,
atraerá a todos hacia Él, y los atraerá hacia su Corazón traspasado, con una
fuerza celestial, divina, sobrenatural, la fuerza misma del Ser divino
trinitario.
Ahora bien, si usamos la imagen de un poderoso imán que atrae con su
fuerza magnética a minúsculos fragmentos de hierro, hay que tener en cuenta
que, en la realidad, tanto Dios Trino como los seres humanos, somos personas, y
no cosas sin vida, sin inteligencia y sin voluntad.
Esto es necesario considerarlo, porque aunque la fuerza del Amor divino,
haya sido derramado sobre la humanidad con toda su infinita potencia en la
crucifixión de Jesús, y esa fuerza baste y sobre para atraer a sí a toda la
humanidad y a todos los ángeles juntos, y todavía le sobre fuerza, al tratarse
de seres personales, es decir, de seres libres, la atracción no es automática.
Aún más, esta fuerza de atracción, irresistible en sí misma, puede ser
duramente resistida y, paradójicamente, hasta vencida, por la voluntad del
hombre, porque si una persona, con plena conciencia y plena voluntad, haciendo
ejercicio de toda la dignidad de su libertad, decide no dejarse atraer por esta
fuerza de amor divino, entonces no es atraída. Dios Trino respeta en tal grado
la libertad de su criatura, aquello que la hace más semejante a Él, que se
detiene, por así decirlo, ante el hombre, y sólo después de que el hombre le dice
“sí” a su plan salvífico en Cristo, recién entonces obra sobre Él. De otra
manera, si el hombre decide decirle “no”, Dios Trino deja de ejercer sobre la
persona la fuerza de su Amor divino, para empezar a ejercer sobre él la fuerza
de la justicia divina, porque Dios es misericordia infinita, pero también es
justicia infinita, y quien no quiere dejarse atraer por la fuerza irresistible
de su Amor, será rechazado, con la misma intensidad con la cual antes se lo
quería atraer, por la fuerza de la
Justicia divina, para siempre.
“Cuando sea levantado en alto, atraeré a todos hacia mí”. Todo ser
humano siente, en algún momento, la fuerza del Amor divino que se irradia desde
la Cruz , desde
el Corazón traspasado de Jesús. A todo ser humano le es dada la oportunidad de
adherirse al Amor de Dios, de dejarse arrastrar en sentido ascendente, para ser
introducido en el costado abierto de Jesús, o de rechazar esta atracción, para
dirigirse en dirección contraria.
El hombre demuestra una u otra elección, con sus obras: si se arrepiente
del mal camino, si deja de lado todo lo que lo aparta de Dios Trino, si lucha
contra la tentación, si asistido por la gracia presenta lucha contra sus
pasiones, contra el mundo, contra la carne y contra el demonio, entonces la
fuerza de atracción del Amor de Jesús, terminará por introducirlo en las
Puertas del Cielo, abiertas de par en par, el Corazón traspasado de Jesús.
Si, por el contrario, se obstina en el mal camino, y persiste en el mal
obrar; si continúa haciendo el mal a su prójimo, si no se arrepiente de pactar
con el demonio y el mundo, si no pide perdón a su prójimo y a Dios, entonces
voluntariamente se aparta de la dirección ascendente que lo conducía al cielo,
para ingresar en otra corriente, descendente, la corriente de la Justicia divina, que lo
aleja de Dios Trino con tanta fuerza como antes con su Amor quería atraerlo
hacia sí.
“Cuando sea levantado en alto, atraeré a todos hacia mí”. De la libertad
de cada uno depende dejarse arrastrar por la fuerza irresistible del Amor
divino, o sucumbir bajo el peso de su Justicia divina, para siempre.
La humildad, la mansedumbre, la caridad, la compasión, el amor, la
piedad, el perdón, son ya la presencia en el alma de esa fuerza de Amor divino,
operante bajo la forma de virtudes, por eso quien las practica, o quien se
esfuerza por practicarlas, es que ya se ha dejado atraer hacia la Cruz.
Por el contrario, la soberbia, el orgullo, la impiedad, la calumnia, la
falta de compasión para con el prójimo, la avaricia, la lujuria, la ira, y
cualquier manifestación del mal, son signo evidente de que el alma ha decidido,
libremente, oponerse al Amor divino.
Jesús no es, como el mundo ateo piensa,
un personaje más de la historia, que yace en un sepulcro: es Dios Hijo en
Persona, que atrae a aquellos que quieren ser salvados y, respetando la
libertad de quienes no lo aman, deja que se aparten de Él para siempre.
Quien no duda del Amor de Jesús, será
atraído por su Cruz.
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