“Sean misericordiosos,
perdonen, no juzguen y no serán juzgados” (Lc
6, 36-38). Jesús nos aconseja ser misericordiosos para con el prójimo, porque
si damos misericordia, recibiremos misericordia: “Den y se les dará”, y esta
misericordia, en este caso, es eminentemente espiritual, porque se trata del
perdón y del juicio benigno para con el prójimo, actos que asemejan al alma al
mismo Dios.
Por el contrario, el juicio
inmisericorde y mordaz, la crítica despiadada e infundada, constituyen una
falta de caridad que, además de no venir de Dios ni conducir a Dios, son tan
grandes y tan graves, que repugnan al mismo Dios, volviendo al alma que hace la
crítica desagradable a los ojos de Dios e indigna de estar ante su presencia.
El prejuicio, el juzgar la
intención del prójimo malévolamente, el condenarlo de modo anticipado,
negándose a la misericordia, constituye un grave ultraje a la persona, a la que
vez que llena de oscuridad y de tinieblas el corazón de quien emite el juicio.
Esto provoca un gravísimo
daño espiritual a la Iglesia
de Jesucristo, tanto más cuando los juicios despiadados, inmisericordiosos,
faltos de toda caridad y compasión, carentes de comprensión para con la
debilidad humana, son hechos por católicos practicantes, sobre los sacerdotes,
que ya se encuentran expuestos a críticas feroces y despiadadas por parte de
quienes quieren demoler la
Iglesia.
Lo que debería hacer el
cristiano, frente a la falta objetiva de su prójimo –mucho más si este es un
sacerdote-, es, una vez percatado de la falta, guardarla en su corazón, y
llevarla ante el sagrario, o ponerla en la oración, en el Rosario, implorando
misericordia y perdón para quien ha cometido la falta –cuando esta es real y no
imaginaria, como sucede en la gran mayoría de los casos-, y debería acompañar
esta oración de súplica con penitencias, ayunos y mortificaciones.
En otras palabras, de la
presunta falta de su prójimo, el cristiano debe hablar con Dios, con el
lenguaje de la oración y de la penitencia, para implorarle misericordia y
pedirle por el crecimiento en santidad de su prójimo.
Cualquier otra cosa
–difamación, calumnia, habladuría, juicio mendaz, ligero e infundado-, viene
del demonio, porque todo eso, en el fondo, bien en el fondo del corazón, se
origina en un solo hecho: en la falta de amor, en el orgullo y la soberbia.
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