“Cristo Dios debe ser crucificado para resucitar” (Lc 9,18-22). Jesús pregunta a sus
discípulos quién es Él, según la gente y la respuesta es siempre errónea: unos
dicen que es Elías, otros, que es el Bautista resucitado, otros, que es un
profeta. Cuando les pregunta a ellos quién dicen ellos que es Él, el que
responde en primer lugar y en nombre de todos es Pedro, quien le dice: “Tú eres
el Mesías de Dios”, es decir, Tú eres el enviado de Dios para salvar a la
humanidad. Inmediatamente después, y para que no hayan dudas acerca de la
naturaleza de la misión que Él debe cumplir, Jesús revela, proféticamente, su
misterio pascual de muerte y resurrección: “El Hijo del hombre tiene que
padecer mucho, ser desechado por los ancianos, sumos sacerdotes y escribas, ser
ejecutado y resucitar al tercer día”. Esto, porque muchos cristianos, y
empezando en primer lugar por Pedro y los Apóstoles, piensan que el hecho de
que Cristo sea Dios, aparta instantáneamente todo dolor y toda tribulación. Muchos
cristianos creen que por el hecho de ser cristianos, por el hecho de asistir a
Misa, de rezar, de confesarse, están exentos del dolor y la tribulación, sin
ver que el dolor y la tribulación forman parte esencial del misterio pascual de
muerte y resurrección de Jesús.
“Cristo Dios debe ser crucificado para resucitar”. Si Jesús
es Cristo Dios, el Mesías Salvador de la humanidad y si Él, para salvarnos,
tuvo que pasar por su Pasión, Crucifixión y Muerte para luego resucitar y
ascender a los cielos, y si nosotros estamos llamados a unirnos a su Pasión,
para ser corredentores con Él, entonces eso quiere decir que nuestras vidas
tienen que estar marcadas por el sello de Cristo, que es la Pasión y la
Crucifixión para recién después acceder a la Resurrección. Pretender la
Resurrección sin la Pasión, es decir, pretender una vida sin tribulaciones
asociadas al misterio de Jesús, es como pretender ir al cielo sin la Cruz: es
imposible. O vivimos crucificados y en medio de las persecuciones y
tribulaciones del mundo, para así llegar al cielo, o vivimos una vida con paz
aparente, pero que no conduce a la eterna bienaventuranza.
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