(Domingo XXIII - TO - Ciclo C –
2019)
“Quien no carga con su cruz y viene en pos de mí, no
puede ser discípulo mío” (Lc 14, 25-33).
Después de decir esto, Jesús pone dos ejemplos en los que son necesarias la
previsión y el cálculo antes de comenzar una empresa, si es que se quiere
llegar a buen fin. Primero da el ejemplo de alguien que quiere construir una
torre: si quiere construirla, debe calcular el material, los gastos, el tiempo,
etc.; de otra manera, si comienza a construirla, pero sin haber hecho esos
cálculos, comenzará a construir la torre y no podrá terminarla, porque los
materiales serán escasos, el dinero se le terminará, etc. El otro ejemplo que
pone Jesús es el de un rey, que, con un ejército inferior, debe enfrentarse en
una batalla con otro superior: con toda seguridad, perderá la batalla, porque
la diferencia entre ambos ejércitos es muy importante, por lo que buscará, por
todos los medios, para lograr su fin, que es el de no ir a la guerra, hacer un
tratado de paz con el otro rey. Si hace un tratado de paz, habrá logrado su
objetivo, el no enfrentarse en una guerra en la que seguramente habría salido
perdedor.
Jesús da estos dos ejemplos y luego refuerza la idea
principal: quien quiera ser su discípulo, no puede serlo si no está dispuesto a
cargar su cruz de cada día y a renunciar a todo lo que posee. Es decir, el
cristiano que, puesto a pensar, quiera alcanzar el Reino de los cielos y ser
discípulo de Jesús, debe pensar que debe estar dispuesto a dos cosas: cargar la
cruz de cada día y dejar todo lo que tiene. De lo contrario, será como el que
quiso construir la torre y no pudo hacerla, o como el rey que con un ejército inferior
salió a combatir y perdió la batalla: si no carga la cruz y no deja todo lo que
tiene, el cristiano no puede llamarse cristiano y no puede ser discípulo de
Cristo y, en consecuencia, no podrá entrar en el Reino de los cielos.
“Quien no carga con su cruz y viene en pos de mí, no
puede ser discípulo mío (…) quien no renuncia a todos sus bienes no puede ser
discípulo mío”. Ser discípulos de Jesús no consiste en fríos cálculos para
construir una torre terrena o ganar una batalla terrena: consiste en tener el
amor suficiente para seguir a Jesús por el Camino Real de la Cruz, sin importar
nada más. Pero para seguir a Jesús, para ser sus discípulos, sí hay que hacer
el siguiente cálculo: sin la Cruz, no soy discípulo de Jesús, no lo sigo por el
Via Crucis y no llego al Reino de los cielos, no salvo mi alma de la eterna
condenación ni alcanzo la felicidad eterna. Como decimos, no se trata de un
frío cálculo terreno, pero sí de un pensamiento movido, más que por el deseo de
ganar el Reino de los cielos, de ser un discípulo de Jesús. Si quiero serlo,
debo cargar la cruz de cada día y debo dejarlo todo para seguirlo por el camino
del Via Crucis, camino que finaliza
en el Monte Calvario, con la muerte del hombre viejo y el nacimiento del hombre
nuevo, el hombre nacido “del agua y del Espíritu”, el hombre que vive la vida
de la gracia. Jesús nos aconseja en el Evangelio ser “mansos como palomas y
astutos como serpientes” y aquí, es astuto –sagaz, inteligente- el que se da
cuenta que sin la cruz no puede ir a ningún lado que no sea la eterna
condenación. Y como dice Santa Teresa, al final, “el que se salva sabe, y el
que no, no sabe nada”. Esta vida no consiste en otra cosa que esto: en saber
que debemos salvar el alma y que, para hacerlo, la única manera es seguir a
Jesús, movidos por el amor, cargando la cruz de cada día y dejándolo todo por
amor a Jesús.
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