(Domingo
XXV - TO - Ciclo C – 2019)
“No podéis servir a Dios y al dinero” (Lc 16,1-13). Esta parábola del administrador infiel debe entenderse bien, para no incurrir
en errores. Ante todo, se trata de un administrador que gobierna la hacienda de
un hombre rico: acusado de mala administración, es despedido[1].
No sabe qué hacer, porque no quiere trabajar, le da vergüenza mendigar, aunque
no se avergüenza de robar. Lo que decide hacer es llamar a los arrendadores que
pagan la renta en especies y de acuerdo con ellos falsifica los contratos,
engañando de nuevo a su amo. Mediante esta trampa, el administrador infiel
piensa hacerse amigos que puedan protegerlo cuando lo despidan. Con relación a
la alabanza que hace Nuestro Señor, hay que entenderla bien, porque no está
alabando el mal: hay que entender que tanto el amo como el mayordomo son “hijos
de este siglo”, es decir, son pecadores. Nuestro Señor no alaba ni al amo ni al
mayordomo, sino que lo que dice es como si dijera: “Es malo, pero es
inteligente”. En la parábola no se dice que el mayordomo hubiera obrado
“sabiamente”, sino “astutamente”, es decir, con una prudencia que pertenece a
los ideales del mundo y no a los evangélicos; esto es lo que Nuestro Señor –no
el amo- quiere significar cuando compara a los “hijos de ese siglo” con los
“hijos de la luz”, que son los que viven según los ideales del Evangelio. De
ninguna manera Nuestro Señor aprueba el mal proceder del mayordomo, sino que
simplemente compara su accionar con el de los hijos de la luz, diciendo que los
hijos de las tinieblas “son más astutos”. Lo que nos quiere decir Jesús es que,
si los hijos de la luz, los cristianos, mostráramos al menos la agudeza,
astucia y sagacidad de los que viven en la oscuridad para administrar los
bienes materiales y espirituales que les han sido confiados, la historia sería
distinta.
Es decir, los hijos de la luz deben imitar, no el mal
proceder, lo cual es obvio, sino la astucia del administrador. Tampoco condena
Nuestro Señor la posesión de riquezas, sino que pide que en esto, como en
cualquier otra cosa, el hombre se muestre administrador de Dios. Vendrá el día,
con la muerte, en que se terminará la administración: por lo tanto, debemos
prepararnos, siendo astutos, para aquel día, dando limosnas.
“No podéis servir a Dios y al dinero”. La parábola nos
enseña que, sea cual sea la cantidad de bienes materiales y/o espirituales que
poseamos en esta vida, pocos o muchos, somos simples administradores de ellos;
nos enseña que esa administración cesa con la muerte; nos enseña que debemos
dar cuenta de esa administración, si es que usamos los bienes de modo egoísta o
si los hemos compartido con los más necesitados; por último, nos enseña que
debemos ser astutos en el uso de esos bienes, para lograr una gran recompensa
en el Reino de los cielos: esto significa que, cuanto más compartamos nuestros
bienes que nos han sido dados en administración, tanto más grande será nuestra
recompensa en el cielo. Un ejemplo entre miles es el de San Martín de
Tours: le dio la mitad de su capa a un pobre que pasaba frío y resultó que ese
pobre era Jesús. Y así con todos los santos: se hicieron ricos con las riquezas
del cielo, administrando las riquezas de este mundo, compartiéndolas con los
pobres. Si nos comportamos de otra manera, es decir, obrando
como si los bienes fueran nuestros y no de Dios, estaremos sirviendo al dinero
y no a Dios y no obtendremos la recompensa deseada del Reino de Dios. Seamos astutos y sepamos ganarnos el Reino de
los cielos administrando bien nuestros bienes, compartiéndolos con los más
necesitados.
[1] B. Orchard et al., Verbum
Dei, Comentario a la Sagrada Escritura, Tomo III, Barcelona 1957, Editorial
Herder, 623.
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