(Domingo XXIV -TO - Ciclo C – 2019)
“Habrá más alegría en el cielo por un solo pecador que
se convierta que por noventa y nueve justos que no necesitan convertirse” (Lc 15, 1-32). Ante la crítica de unos
fariseos que murmuran de Jesús por recibir y comer con publicanos y pecadores,
Jesús da tres parábolas en donde la misericordia resplandece sobre la justicia:
la parábola de la oveja perdida; la parábola de la dracma perdida y la parábola
del hijo pródigo. Las tres tienen en común algo: lo que estaba perdido es encontrado
y provoca gran alegría en aquel que lo encuentra. En la perspectiva del
Evangelio, lo que estaba perdido es el hombre, significado en la oveja perdida,
en la dracma perdida y en el hijo pródigo; pero por el misterio pascual de
muerte y resurrección de Jesús, aquello que estaba perdido es encontrado y ésa
es la razón de la alegría. En las parábolas, hay elementos que significan al
hombre perdido, otros a Jesús y otros a la alegría de Dios por reencontrar lo
que estaba perdido: el pastor que encuentra la oveja, la mujer que encuentra la
dracma y el padre que recupera a su hijo pródigo, representan a Jesús y su
misterio pascual de muerte y resurrección, que salva al hombre de su eterna
perdición; a su vez, la oveja perdida, la dracma perdida y el hijo pródigo, son
figuras del hombre que, caído en el pecado original, se ha alejado de Dios al
punto tal de perderse de su vista. Este alejamiento no es un alejamiento
físico, sino ontológico: el hombre, por el pecado, se “desprende” de Dios por
así decirlo y se auto-destina a la eterna condenación en el infierno. El hecho
de ser encontrados –la oveja, la dracma, el hijo pródigo- indican que, en Jesús,
nada está perdido para el hombre, porque el hombre es rescatado por la
misericordia de Dios. En realidad, Dios debería haber dejado al hombre que se
pierda en sus caminos, porque libremente se alejó de Dios y así habría cumplido
con justicia, sin faltar a la misericordia; sin embargo, la misericordia en
Dios sobrepasa a la justicia y es por eso que Dios en Persona, encarnándose en
la Persona del Hijo de Dios, decide acudir al rescate del hombre perdido.
Es por esto que la murmuración de los fariseos de que
Jesús recibe a publicanos y come con pecadores no tiene razón de ser, porque
Jesús ha venido precisamente a eso: a rescatar a los pecadores, a los hombres
que por el pecado estaban alejados de Dios. El hecho de que Jesús coma con los
pecadores no indica, ni remotamente, que Jesús esté de acuerdo con sus pecados –con
lo cual la murmuración de los fariseos estaría justificada-, sino que indica
que la condición de pecadores, por su misterio pascual de muerte y resurrección,
es cambiada, por Cristo, en condición de justos, de santificados por la gracia
y por lo tanto merecedores del Reino.
“Habrá más alegría en el cielo por un solo pecador que
se convierta que por noventa y nueve justos que no necesitan convertirse”. Cada
uno de nosotros somos ese pecador que necesita de la conversión, para que haya
alegría en el cielo. No somos justos, sino pecadores que necesitan de la gracia
de Dios para dejar de ser pecadores y comenzar a ser justos. En cada Misa, en
cada Banquete Eucarístico, Jesús nos invita a comer con Él, o mejor, a comer de
Él, de su substancia, en cada comunión eucarística, y eso es un indicio de que Él,
el Justo, viene, por su misericordia, a buscarnos a nosotros, pecadores, para
llevarnos a la alegría del cielo.
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