(Domingo
XXX - TO - Ciclo C – 2019)
“Dos
hombres subieron al templo a orar (…) uno salió justificado, el otro no” (Lc 18, 9-14). Jesús describe la parábola
del fariseo y del publicano: ambos suben al templo a orar –el subir indica
ascenso del espíritu en la oración, es decir, ambos hacen oración al ingresar
al templo-; sin embargo, luego de la oración propia de cada uno, dice Jesús, “uno
salió justificado y el otro no”. Es decir, los dos ingresan al templo, los dos
están en presencia de Dios, los dos hacen oración, pero uno es justificado,
perdonado en sus pecados y el otro, no. ¿Cuál es la razón por la que, haciendo
los dos la misma acción, sea su destino completamente diferente? La razón es que
el fariseo comete el pecado de soberbia, mientras que el publicano realiza una acción
virtuosa de humildad al auto-humillarse delante de Dios. Es decir, el fariseo
comete un pecado, el pecado de soberbia, al estar ante Dios y ponerse a sí
mismo como ejemplo de virtud, comprarándose con los demás y creyéndose superior
a todos: “¡Oh Dios!, te doy gracias porque no soy como los demás hombres:
ladrones, injustos, adúlteros; ni tampoco como ese publicano. Ayuno dos veces
por semana y pago el diezmo de todo lo que tengo”. El pecado de soberbia es el
pecado angélico por excelencia; es más grave que el pecado carnal, porque el
pecado carnal lo comete el hombre por debilidad, en cambio, el pecado de
soberbia es más bien de orden espiritual y hace participar, al alma, del pecado
de soberbia cometido por el Ángel caído delante de Dios y que le mereció perder
el Reino de los cielos para siempre. Entonces, el fariseo, a pesar de subir al
templo, a pesar de hacer oración, a pesar de estar ante la presencia de Dios,
no es justificado, porque participa del pecado de rebelión y soberbia que
cometió el Ángel caído en los cielos. La posición de "erguido" hace referencia no solo a la postura corporal, sino a la actitud de soberbia delante de Dios, ya que no se arrodilla ni siquiera ante la presencia de Dios.
Por
otra parte, el publicano sí sale justificado, es decir, perdonado en sus pecados,
porque estando en oración y ante la presencia de Dios, se humilla delante de
Dios y se reconoce como lo que somos todos los seres humanos: pecadores. Dice el
Evangelio acerca del publicano: “El publicano, en cambio, quedándose atrás, no
se atrevía ni a levantar los ojos al cielo, sino que se golpeaba el pecho
diciendo: “Oh Dios!, ten compasión de este pecador”. Es decir, realiza un acto
virtuoso de humildad y la humildad, junto con la caridad, es la virtud que más
asemeja al alma con Cristo Dios. Es tan importante la humildad, que es la única
virtud, junto con la mansedumbre, específicamente pedida para nosotros por
Nuestro Señor Jesucristo: “Aprended de Mí, que soy manso y humilde de corazón”.
Así como la soberbia asemeja al alma a la Serpiente antigua, así la humildad
asemeja al alma al Cordero de Dios, “manso y humilde de corazón”, como así
también la asemeja al Inmaculado Corazón de María, que es, como el de su Hijo Jesús,
“manso y humilde”. Porque hizo oración y se humilló ante Dios reconociéndose
pecador, es que el publicano salió justificado, perdonado en sus pecados, a
diferencia del fariseo, que no salió justificado, sino con un pecado más, el de
la soberbia, junto a todos los otros que ya tenía. La posición de rodillas del publicano es un
gesto exterior de humildad y auto-humillación, que acompaña al gesto interior
de auto-humillación delante de Dios.
“Dos
hombres subieron al templo a orar (…) uno salió justificado, el otro no”.
Debemos reconocernos, como el publicano, pecadores, porque somos “nada más
pecado”, pero también debemos estar atentos, porque incluso hasta en este gesto
de humillación, puede estar escondida la soberbia, al pensar que soy humilde
porque me humillo y por lo tanto soy mejor que los demás, que no se reconocen
pecadores ni se humillan. Incluso pretendiendo hacer un acto de humildad,
podemos arruinarlo todo y caer en el pecado de soberbia, corriendo el riesgo de
ser humillados por Dios: “Todo el que se enaltece será humillado, y el que se
humilla será enaltecido”. Para no caer en este pecado de soberbia, el mejor
antídoto es pedir a la Virgen, Mediadora de todas las gracias, que interceda
por nosotros para que recibamos la mansedumbre y la humildad del Corazón de
Jesús, tal como Él nos aconseja en el Evangelio: “Aprendan de Mí, que soy manso
y humilde de corazón”.
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