La Iglesia celebra hoy la dedicación o consagración de la majestuosa Basílica de Letrán o San Juan de Letrán. “Basílica” significa “Casa del Rey” y
esto es así en sentido literal, pues es la Casa del Rey de los cielos, Jesús
Eucaristía. Se le da el nombre de basílica en la religión sólo a ciertos
templos que, por algún motivo, son más famosos que los demás y solamente se les
puede llamar así a aquellos templos a los cuales el Sumo Pontífice les concede
ese honor especial. Esta Basílica es llamada también "madre y cabeza de todas las iglesias de la Urbe -la ciudad de Roma- y del orbe, en señal de amor y de unidad con la Cátedra de Pedro, que como escribió San Ignacio de Antioquía, "preside a todos los congregados en la caridad".
La Basílica de Letrán fue la primera basílica que hubo en la
religión católica y es su consagración o dedicación al uso exclusivo de Dios
Uno y Trino lo que celebramos en este día. Era un palacio que pertenecía a una
familia que llevaba ese nombre, Letrán. El primer gobernador católicos, el
emperador Constantino, fue quien le regaló al Sumo Pontífice el Palacio
Basílica de Letrán, que el Papa San Silvestro convirtió en templo y lo consagró
el 9 de noviembre del año 324.
Además de recordar los hechos históricos, hay otro aspecto
que debemos ver en esta fiesta y es el hecho de la consagración de la basílica
a Dios Uno y Trino: consagrar significa que, de uso profano que tenía, recibe
una bendición especial por la cual deja de tener uso profano, es decir, deja de
pertenecer a los hombres y al mundo terreno, para pasar a formar una propiedad
exclusiva de Dios Trinidad, de manera tal que está absolutamente prohibido el
realizar actividades profanas en el templo, a partir de la consagración.
Este hecho nos debe recordar a nosotros y a nuestro
bautismo: antes del bautismo, éramos simples creaturas y nuestros cuerpos eran
simples cuerpos humanos de seres humanos comunes y corrientes. A partir del
Bautismo Sacramental, tanto nuestra alma como nuestro cuerpo quedaron
consagrados a Dios Uno y Trino, siendo el cuerpo en especial modo “templo del Espíritu
Santo”. Esto quiere decir que nuestro cuerpo, al ser templo del Espíritu Santo,
no puede tener un uso profano, mundano, terreno, sino que todo en él debe estar
dirigido a Dios Trino y a su Mesías. Las ventanas de este templo, que son los
ojos, deben dejar entrar sólo la luz de la gloria de Dios, siendo indigno de
este templo cualquier imagen que no pertenezca a Dios; el cuerpo en sí, el
templo de Dios, no puede ser usado en forma profana, sino que debe ser usado
para gloria y alabanza de Dios, sea en el camino del matrimonio o en el de la
vida consagrada; la cabeza de este templo, el ábside, sólo debe albergar
pensamientos provenientes de y dirigidos a Dios Trinidad; nuestros cantos deben ser cantos de alabanza a la Trinidad; finalmente, el
corazón de este templo que es nuestro cuerpo, debe ser como un altar sagrado en
donde sólo se rinda culto, alabanza, amor y adoración a Dios Uno y Trino y a su
Mesías, que viene a nosotros en la Eucaristía.
Al recordar la consagración de la Basílica de San Juan de
Letrán, recordemos entonces que también nosotros hemos sido consagrados, en
nuestros cuerpos y almas, a Dios Trino y, por lo tanto, debemos evitar toda
clase de acción, pensamiento y obra que sean indignos de tan magnífica
consagración, para “no entristecer al Espíritu Santo” que inhabita en el alma
del justo.
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