Mientras
va caminando con sus discípulos, van a su encuentro diez leprosos quienes, a la
distancia, le piden a Jesús que tenga compasión de ellos. Jesús les dice que
vayan a presentarse ante los sacerdotes para que obtengan el favor de Dios; sin
embargo, antes de que estos lleguen al templo, se dan cuenta de que están
curados. Ha sido Jesús quien, con su poder divino de Hombre-Dios, les ha curado
la lepra. Lo que le llama la atención a Jesús es el hecho de la ingratitud de
nueve de los leprosos, pues solo uno vuelve sobre sus pasos para dar gracias a
Jesús, postrándose ante Él y reconociendo, así, su condición de Hombre-Dios.
En los
leprosos debemos vernos nosotros, porque la lepra es figura del pecado: así
como la lepra destruye el cuerpo y al final le quita la vida, así el pecado
destruye la vida de la gracia y le quita la vida divina con el pecado mortal. Y
también, de la misma manera a como los leprosos fueron curados de su lepra en
el Evangelio, así Jesús nos cura la lepra del pecado derramando su Sangre
Preciosísima sobre nuestras almas, cada vez que vamos a confesarnos. Si en el
Evangelio Jesús quitó la lepra del cuerpo de los leprosos, demostrando así un
gran amor hacia ellos, en cada Confesión Sacramental Jesús nos quita la lepra
del alma, el pecado, demostrando para con nosotros un amor infinitamente más
grande que para con los leprosos del Evangelio, porque mientras a ellos les
curó el cuerpo, a nosotros nos cura el alma, quitándonos el pecado.
“¿Uno
sólo volvió a dar gracias? ¿Dónde están los otros nueve?”. No seamos como los
nueve leprosos del Evangelio, que se mostraron ingratos ante el milagro obrado
por Jesús: más bien nos comportemos como el leproso agradecido, que vuelve
sobre sus pasos para postrarse ante Jesús y darle gracias; de la misma manera, nosotros
nos postremos ante Jesús Eucaristía, dándole gracias por el infinito Amor de su
Sagrado Corazón Eucarístico.
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