(Domingo XXXII - TO - Ciclo C –
2019)
“No es
Dios de muertos, sino de vivos: porque para él todos están vivos” (Lc 20, 27-38). Unos saduceos –secta judía
de los tiempos de Jesús que no creía en la resurrección de los muertos- le
presentan a Jesús el caso de una mujer que contrae matrimonio sucesivamente con siete
hermanos, a medida que van muriendo uno por uno; la pregunta de los saduceos es
de cuál de todos los siete será esposa en el mundo futuro, puesto que los siete
la tuvieron por esposa en este mundo.
Jesús les
responde que en la vida eterna las cosas no son como en esta vida: no hay
matrimonios, por lo tanto, no hay unión entre varón y mujer y la razón es que
los hombres resucitados “serán como ángeles” porque sus cuerpos resucitados
adquirirán propiedades que no se poseen en esta vida terrena. En efecto, en la
vida eterna, el cuerpo resucitado será sutil –podrá atravesar otros cuerpos-,
impasible –no sufrirá dolor, ni enfermedad ni muerte-, ágil –se moverá al
instante-, luminoso –porque los cuerpos de los bienaventurados dejarán
traslucir la gloria de Dios, como Cristo en el Tabor, aunque también los
cuerpos de los condenados dejarán traslucir el fuego del Infierno, apareciendo
como brasas incandescentes-: con respecto a la luz que transmitirán los bienaventurados, hay que
tener en cuenta que dependerá del grado de gloria que tengan –no todos tendrán
la misma gloria- y la gloria a su vez depende de los merecimientos en esta
vida.
Entonces,
la resurrección sí existe para los católicos, a diferencia de los saduceos,
quienes no creían en ella, pero lo que hay que tener en cuenta es que esa
resurrección puede ser para la gloria eterna en la bienaventuranza, o para la
condenación eterna en los infiernos. En la bienaventuranza los que se salven
traslucirán la gloria de Dios como Cristo en el Tabor; en el infierno, los
condenados dejarán traslucir el fuego del infierno, como una brasa
incandescente.
Ahora
bien, ya que la fe católica nos enseña que la resurrección existe, nos
preguntamos: ¿cuándo sucederá esto? La respuesta es que, en el fin del mundo,
donde se realizará el Juicio Final, la Parusía o Segunda Venida de Cristo[1], aunque
el Catecismo nos enseña que ya, inmediatamente después de la muerte, el alma,
luego del Juicio Particular, va al Cielo –los que mueren en gracia ya reinan con Cristo-[2],
al Purgatorio[3]
o al Infierno[4],
según hayan sido sus obras[5]. La
Resurrección de los cuerpos, esto es, la unión del cuerpo y el alma, sucederá
recién en el Juicio Final. Recordemos también que Jesús dejó incierto el
momento en que verificaría su Segunda Venida: al final de su discurso sobre la
Parusía, Jesús dijo: “En cuanto a ese día o a esa hora, nadie la conoce, ni los
ángeles del cielo, ni el Hijo, sino sólo el Padre” (Mc 13,32).
“No es
Dios de muertos, sino de vivos: porque para él todos están vivos”. Si queremos
estar con Cristo por la eternidad –en eso consiste el cielo- comencemos por
recibir con frecuencia su Cuerpo resucitado en esta vida, en la Eucaristía,
puesto que así tendremos el germen de la gloria y de la vida eterna en nuestros
corazones; vivamos en gracia, evitemos el pecado, luchemos contra la
concupiscencia: de esta manera, nos aseguraremos de ir al cielo luego de esta
vida y, luego del Juicio Final, con el cuerpo glorificado, reinaremos gloriosos
y resucitados por la eternidad, en el Reino de los cielos.
[2] Catecismo, 1029: “En la gloria del cielo, los bienaventurados
continúan cumpliendo con alegría la voluntad de Dios con relación a los demás
hombres y a la creación entera. Ya reinan
con Cristo; con Él “ellos reinarán por los siglos de los siglos” (Ap 22, 5; cfr. Mt 25, 21.23).
[3] Catecismo, 1030: “Los que mueren en la gracia y en la amistad de
Dios, pero imperfectamente purificados, aunque están seguros de su eterna
salvación, sufren después de su muerte una purificación, a fin de obtener la
santidad necesaria para entrar en la alegría del cielo”.
[4] Catecismo, 1032: “La enseñanza de la Iglesia afirma la existencia
del infierno y su eternidad. Las almas de los
que mueren en estado de pecado mortal descienden a los infiernos inmediatamente
después de la muerte y allí sufren las penas del infierno, “el fuego eterno”
(cf. DS 76; 409; 411; 801; 858; 1002; 1351; 1575; Credo del Pueblo de Dios,
12).”.
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