(Domingo
XXIX - TO - Ciclo A – 2020)
“Den
al César lo que es del César, y a Dios lo que es de Dios” (Mt 22, 15-21). Unos fariseos envían a unos comisionados suyos para
que se presenten ante Jesús, con el encargo de tenderle una trampa dialéctica y
así tener algo con lo cual “poder acusarlo”. Estos le tienden a Jesús una
trampa, disfrazada de pregunta: si es lícito pagar los impuestos al César o no.
Para entender tanto la razón de la pregunta, como la respuesta de Jesús, hay
que retroceder un poco en la historia y remontarnos a la época de la ocupación
de Jerusalén por parte de las tropas de la Roma Imperial: si Jesús responde que
sí hay que pagar el impuesto, entonces, lo acusarán de colaboracionista con las
tropas imperiales y su delito será el de cooperar con los que están ocupando
militarmente la patria; si Jesús responde que no hay que pagar los impuestos,
entonces lo acusarán de pretender sublevarse frente al César –una rebelión al estilo de los Macabeos- y entonces su delito será el de querer atentar
contra el César. Es decir, visto humanamente, la pregunta es insidiosa por
donde se la vea y no hay forma humana de escapar al dilema.
La
respuesta de Jesús los deja atónitos, ya que su respuesta no viene de la mente
de un hombre, sino de la Sabiduría Encarnada, Jesús de Nazareth. En efecto, Jesús
no dice ni sí ni no, sino que dice: “Den al César lo que es del César, y a Dios
lo que es de Dios”. De esta manera, hay que dar al César lo que es de él, la
moneda que lleva su efigie –es decir, hay que pagar impuestos-, y con eso se
cumple toda justicia, porque si la moneda es del César, le pertenece al César y
a él hay que dársela; sin embargo, también hay que cumplir con Dios y si
cumplimos con el César, mucho más debemos cumplir con Dios, dándole a Dios lo que
le corresponde a Dios. ¿Y qué le corresponde a Dios? A Dios le corresponde
nuestro acto de ser y nuestra esencia y existencia, porque por Él fuimos
creados; a Él le corresponde cada segundo de nuestra vida, cada palpitar del
corazón, cada respiración de los pulmones, cada paso que damos, porque fuimos
creados para Él; a Él le corresponde no sólo nuestra vida terrena, sino nuestra
vida eterna, nuestra alma en gracia destinada a la gloria de los cielos, porque
fuimos rescatados por Él, por su Santo Sacrificio en la Cruz: Jesús murió en la
Cruz no sólo para que no nos condenemos, sino para que nos salvemos, es decir,
compró nuestra vida eterna al precio de su Sangre en la Cruz, por eso a Dios le
corresponde nuestro ser eterno.
“Den
al César lo que es del César, y a Dios lo que es de Dios”. Un cristiano no
puede conformarse con darle a Dios su ser, su vida, su respiración, sus
pensamientos, sus pasos: debe darle a Dios, porque le pertenece a Dios, su alma
en estado de gracia, para vivir luego en la gloria del Reino de los cielos. Démosle
entonces a Dios lo que a Él le corresponde: nuestro ser y nuestra vida terrena
y nuestra vida eterna y sólo así cumpliremos su voluntad. Por último, le demos,
ya desde la tierra, en acción de gracias por su infinita bondad y misericordia,
lo que le pertenece a Él, porque surgió de su seno eterno de Padre celestial:
la Sagrada Eucaristía, el Cuerpo y la Sangre del Señor Jesús. Demos a Dios
nuestra vida unida a la Eucaristía y así le estaremos dando a Dios Trino lo que
a Él le pertenece.
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