(Domingo
XXXI - TO - Ciclo A – 2020)
“El que se eleva será humillado y el que se humilla será
elevado” (Mt 23, 1-12). Jesús
advierte tanto del peligro de la soberbia, como de la importancia de la
humildad y para eso, pone como ejemplo de soberbia a los escribas y fariseos y
da dos características de esta soberbia: “todo lo hacen para que los vean” –y
en consecuencia los alaben y aplaudan, al considerarlos buenos y santos- y se
hacen llamar “maestros” y “doctores”, cuando en realidad enseñan doctrinas
humanas, mientras que los verdaderos “maestros” y “doctores” serán los discípulos
de Jesús que sigan sus enseñanzas, ya que sólo Él es el “Maestro” y “Doctor”, porque
sólo Él es la Sabiduría divina.
La razón de la nocividad de la soberbia es que hace que el
alma participe de la soberbia del Ángel caído, ya que la soberbia es su pecado
capital, pecado cometido en el momento de su creación, al negarse a servir,
amar y adorar a Dios y al decidirse a adorarse a sí mismo: el alma soberbia
participa, en cierto modo y en mayor o menor medida, de este pecado capital del
demonio en los cielos, que le valió la pérdida de la visión beatífica para toda
la eternidad y el ser expulsado del Reino de Dios. Ésta es la razón por la cual
todo aquel que se vuelva soberbia, será humillado, así como fue humillado el
Ángel caído al perder la gracia y ser precipitado al Infierno.
Por el contrario, el valor de la humildad radica en que el
alma que se humilla a sí misma, imita y participa al Hijo de Dios, la Segunda
Persona de la Trinidad, que se humilló y se anonadó a Sí mismo al Encarnarse y
asumir hipostáticamente, personalmente, una naturaleza humana, la naturaleza
humana de Jesús de Nazareth, para salvar a la humanidad, ya que entregó esa
humanidad santísima suya, adquirida en el seno virginal de María, en el santo
sacrificio de la cruz. El sacrificio del Calvario fue otra ocasión de
humillación para el Hijo de Dios, porque la muerte en cruz es la muerte más
humillante de todas las muertes, por eso, el alma que se humilla a sí misma y
se reconoce ser “nada más pecado” delante de Dios, participa de la humildad y
auto-humillación del Hijo de Dios, Jesús de Nazareth. Jesús se anonada al
Encarnarse, se anonada en la cruz y se anonada en la prolongación de la
Encarnación, que es la Eucaristía, porque allí oculta su gloria divina, bajo
las apariencias de pan y de vino. Quien quiera humillarse y anonadarse,
siguiendo e imitando al Hijo de Dios, debe por lo tanto contemplar a Cristo
crucificado, humillado en la cruz, y a Cristo Eucaristía, anonadado en la
Eucaristía. Y así como Cristo, humillado y anonadado, fue exaltado a los cielos
y ahora es glorificado y adorado por la eternidad, así el alma que en esta vida
se una a su humillación y anonadación, será exaltada y glorificada en el Reino
de los cielos.
Es en esto entonces en lo que radican, tanto el peligro de
la soberbia, que hace al alma partícipe de la soberbia del Demonio, como la salvación
implícita en la humillación, porque la humillación hace que el alma participe
de la humillación de Cristo en la cruz y de su gloria en los cielos después,
por la eternidad.
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