(Domingo III - TP - Ciclo A – 2023)
“Lo
reconocieron al partir el pan” (Lc 24, 13-35). En este Evangelio,
conocido como “el Evangelio de los discípulos de Emaús”, dos discípulos de
Cristo se dirigen caminando desde Jerusalén hacia Emaús, distante unos diez
kilómetros de Jerusalén. Mientras van por el camino, hablan entre sí comentando
los sucesos de Semana Santa y aunque han escuchado el testimonio de las santas
mujeres que afirmaban haberlo visto resucitado, se muestran desconfiados y
entristecidos porque no creen ni en lo que han visto -los milagros de Jesús-,
ni en las Escrituras -que decían que el Mesías habría de resucitar- ni en las
palabras de Jesús -Él mismo afirmó que iba a resucitar al tercer día- y tampoco
creen en el testimonio de quienes afirmaban haberlo visto vivo, resucitado y
glorioso. Es en este estado de descreimiento y falta de fe en Jesús resucitado
y glorioso, en el que se encuentran, antes de que Jesús les salga al encuentro.
Este estado de incredulidad es lo que les valdrá el duro reproche de Jesús,
quien los llamará “hombres necios y duros de entendimiento”; el necio es el que
se obstina en sus pensamientos erróneos, a pesar de ver la evidencia de la
Verdad y así se muestran los discípulos de Emaús, porque ven los episodios de
Semana Santa con su sola razón humana, la cual se niega a aceptar la Verdad de
la Resurrección de Jesús, a pesar de todas las evidencias que se les presentan
a favor de la Resurrección. Pero además de la necedad, es decir, de la obstinación
en no querer creer en las palabras de Jesús, el Evangelio dice que “algo
impedía que reconocieran a Jesús” y ese “algo” es la ausencia de la luz del
Espíritu Santo, necesaria para creer en los misterios de la Redención, en Dios
como Uno y Trino y en la Segunda Persona encarnada en la Humanidad de Jesús de
Nazareth, que prolonga su Encarnación en la Eucaristía.
El episodio del Evangelio se caracteriza entonces por
dos momentos radicalmente opuestos de los discípulos de Emaús: antes y después
del encuentro de Jesús. Antes del encuentro con Jesús, están entristecidos y
faltos de fe, o mejor dicho, con una fe en un Cristo muerto, no resucitado;
luego del encuentro con Cristo, arde en sus corazones el Amor del Espíritu
Santo y son capaces de reconocer a Cristo resucitado, vivo, glorioso. Ahora bien,
hay que decir que el reconocimiento de Jesús resucitado no es inmediato, ya que
conocer a Jesús tal como es -la Segunda Persona de la Trinidad encarnada en la
Humanidad Santísima de Jesús de Nazareth, humanidad que murió y luego resucitó
gloriosa-, no depende del razonamiento o de la memoria del hombre, porque no es
un hecho natural, sino sobrenatural y en cuanto tal, excede la capacidad de
conocimiento del hombre. En otras palabras, creer en Jesús resucitado y
reconocerlo en su humanidad gloriosa, es una gracia concedida por Dios al intelecto
y también a la voluntad, potencias del alma humana que son movidas hacia Sí
mismo por el Ser divino trinitario.
Mientras algunos teólogos opinan que la fracción del
pan por parte de Jesús se produce en el marco de una cena conjunta con los
discípulos de Emaús, algunos Santos y Doctores de la Iglesia afirman que la
reunión de Jesús con los discípulos de Emaús no era una cena al estilo humano,
sino que se trataba de una Misa, por lo que el gesto de Jesús, a partir del
cual los discípulos reconocen a Jesús como Hombre-Dios, correspondería precisamente
a la fracción de la Hostia ya consagrada (recordemos que la fracción del Pan
consagrado, es decir, de la Eucaristía, representa la separación del Alma y del
Cuerpo de Jesús en su muerte en la cruz, mientras que su reunión, o sea, la
unión de la fracción cortada que se dejar caer en el Cáliz que contiene la
Sangre de Cristo, representa la Resurrección del Señor); en ese momento, Jesús
sopla sobre los discípulos de Emaús el Espíritu Santo, iluminando con la luz
divina sus mentes y corazones y quitando el obstáculo que les impedía
reconocerlo, para que ellos puedan realmente darse cuenta de que el forastero
al que ellos habían encontrado en el camino no era un forastero, sino Jesús
resucitado y glorificado. Al infundirles la luz del Espíritu Santo, Jesús
elimina toda oscuridad intelectual y espiritual que pudiera impedir que lo
reconozcan como al Hombre-Dios resucitado y es por eso que a partir de
entonces, a partir de la efusión del Espíritu Santo en la fracción del pan, los
discípulos reconocen a Jesús.
“Lo reconocieron al partir el pan”. También a nosotros
nos puede suceder lo que a los discípulos de Emaús, en el sentido de que en el
transcurrir de la existencia terrena, ya sea en la dicha o en la tribulación,
nos mostremos incrédulos ante la Resurrección de Jesús y ante la prolongación
de su Encarnación y Resurrección en la Sagrada Eucaristía y por esto, vivamos
como si Jesús no existiera, o como si estuviera muerto y no resucitado. Para no
recibir el duro reproche de Jesús, para que Jesús no nos diga “necios y duros
de entendimiento”, pidamos la luz del Espíritu Santo para que no solo creamos que
Jesús ha resucitado, sino que además está vivo, glorioso y resucitado, a la
diestra del Padre en los cielos y en el Santísimo Sacramento del altar en la
tierra.
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