Luego de
morir en la Cruz el Viernes Santo, el Cuerpo Santísimo de Nuestro Señor Jesucristo
es llevado en procesión fúnebre hasta el Santo Sepulcro, en donde permanecerá
hasta la gloriosa resurrección. Su Alma Santísima, descenderá a los infiernos,
pero no al infierno de los condenados, sino al denominado “Limbo de los justos”,
en donde se encontraban todos los justos del Antiguo Testamento que, habiendo
muerto en la amistad de Dios, no podían sin embargo ingresar en el Cielo,
puesto que las puertas estaban cerradas a causa del pecado original de Adán y
Eva.
Hay que
tener en cuenta que Jesús, en cuanto Hombre, murió verdaderamente en la Cruz,
es decir, su Alma se separó de su Cuerpo; sin embargo, la divinidad permaneció
unida, tanto a su Alma como a su Cuerpo y es por esta razón que su Cuerpo no
solo no sufrió ningún proceso de descomposición, sino que luego fue
re-unificado con su Alma, ambos glorificados con la gloria divina, resucitando
del Santo Sepulcro con su Cuerpo y su Alma glorificados.
El Alma,
unida también a la divinidad, descendió entonces a los infiernos, al “Limbo de
los justos”, para rescatar a Adán y Eva y a todos los justos y santos del
Antiguo Testamento que, a causa de la maldición del pecado original, no podían ingresar
en el Cielo. Con su Muerte en la Cruz y con su gloriosa Resurrección, Jesús
abre las puertas del Cielo, ingresando triunfante y victorioso, llevando consigo
a los santos y justos del Antiguo Testamento. De esta manera, a partir de Jesús,
todo aquel que muera unido a Él, a su Cuerpo Místico -unión que se lleva a cabo
por los sacramentos, sobre todo el Bautismo sacramental, la Eucaristía y la
Confesión sacramental-, quedará unido a Cristo en su misterio salvífico, en su
Muerte y también en su Resurrección y así, muriendo en gracia y unido a Cristo por la gracia, la fe y el Amor, ingresará en el Reino de los cielos para adorar al Cordero por toda la eternidad. Por el contrario, quien muera voluntariamente
separado de Cristo, porque no quiso en esta vida recibir su vida divina,
comunicada por los sacramentos, se verá separado de Cristo para toda la
eternidad, siendo precipitado para siempre en el Reino de las tinieblas, en el
Infierno de los condenados.
Con su
Muerte en Cruz, el Hombre-Dios Jesucristo derrota para siempre a los tres
grandes enemigos de la humanidad: el Demonio, el Pecado y la Muerte, de manera
tal que quien se asocie a su Sacrificio en la Cruz en esta vida, se hará
partícipe del Triunfo de Cristo en la vida eterna, pero quien no quiera unirse
a Cristo, rechazando su Iglesia y sus Sacramentos, entonces quedará separado
para siempre de Cristo, convirtiéndose su alma y su cuerpo en la rama seca de
la vid que no sirve sino para ser arrojada en el fuego, es decir, en el Lugar
donde no hay redención.
No hagamos
vano el Santo Sacrificio de Jesucristo en la Cruz; no hagamos vana su Sangre
derramada por nuestra salvación en el Sacrificio del Calvario; no hagamos vano
su misterio salvífico de su Pasión, Muerte y Resurrección, que culmina con su
Ascenso al Cielo y con el envío del Espíritu Santo. Si queremos resucitar, glorificados
y ser unidos con Cristo para siempre en el Reino de los cielos, hagamos el propósito
de unirnos a Él por medio de la Cruz, llevando nuestra cruz y siguiendo sus
pasos por el Camino Real de la Cruz, el Via Crucis, único camino que
conduce a la resurrección gloriosa en el Reino de los cielos.
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