(Domingo
XIV - TO - Ciclo C – 2019)
“Los envió de dos en dos” (Lc 10, 1-12. 17-20). Tras el envío de los Doce (un número que recuerda
y representa a Israel), ahora Jesús elige a Setenta y dos (un número que hace
alusión a los pueblos paganos) y los envía a anunciar el Evangelio; más
específicamente, los envía a preparar la Venida del mismo Jesús, los envía a
anunciar que “el Reino de Dios está cerca”[1]. En
este envío está entonces implícito el alcance universal de la misión de la
Iglesia Católica, pues el mismo Jesús envió a la Iglesia primera a misionar,
tanto a los judíos (envío de los Doce) como a los gentiles (envío de los
Setenta y Dos).
El discípulo que es enviado a la misión tiene algunos
compromisos: primero la oración –explicitado en el “rueguen” de Jesús-, porque los
frutos de la misión no dependen del obrar humano –lo cual sería caer en una
especie de gnosis prometeica-, sino de la acción de Dios sobre las almas por
medio de la gracia y Dios obra cuando las almas piden fervorosa y piadosamente
su intervención. El pensamiento del misionero debe ser siempre preparar a las
almas para la Venida del Salvador.
El
segundo compromiso del misionero es anunciar el Evangelio con paz, serenidad y
valentía, incluso ante la amenaza de persecución –los envío como “corderos en
medio de lobos”-. No estamos lejos de esta realidad, porque la Iglesia
atraviesa, en los inicios del siglo XXI, una persecución sin precedentes, tanto
cruenta como incruenta y esta persecución es de tal magnitud, que muchos
consideran que la persecución a la Iglesia en el siglo XXI supera a las
persecuciones de los primeros siglos. Esta persecución es cruenta, como en los
países comunistas –Corea del Norte, China, Cuba- o incruenta, como en los
países occidentales.
Por
último, el que está en la misión debe llevar una vida sobria y austera –“no
lleven monedero, zurrón ni calzado ni se detengan a saludar a nadie”- y la
razón es que la misión no es un encuentro fraterno con amigos, ni una ocasión
para un intercambio cultural, sino que se trata de ingresar en un territorio
espiritual en el que las almas deben ser conquistadas, una a una, con la
oración y la gracia, para el Reino de Dios. Por esta razón, el misionero debe “asemejarse
a un hombre que emprende un viaje urgentísimo, sin mirar a derecha ni a
izquierda, puesto que su mensaje es verdaderamente urgente: el Reino de Dios
está cerca”[2].
Por último, el Evangelio nos dice que si se ven frutos de la
misión, lo que debe alegrar al alma no es que se le sometan los demonios, ni
que realice grandes curaciones, sino que “su nombre está inscripto en el cielo”
y es por eso que está haciendo la misión.
“Jesús eligió a setenta y dos y los envió de dos en dos”. Del
mismo modo a como la Iglesia primitiva tenía la misión de evangelizar a judíos
y gentiles, así también la misión de la Iglesia no ha cambiado y se dirige
tanto a judíos como a gentiles, es decir, a todos los hombres, con el mismo
anuncio: “el Reino de Dios está cerca” y con el mismo sentido de urgencia con
el que predicaron los misioneros enviados por Jesús. Puesto que somos hijos de
la Iglesia, también nosotros debemos considerarnos misioneros que anuncien que
el Reino de Dios está cerca, en nuestros ámbitos de trabajo y estudio y según
nuestro estado de vida. No hay nada más importante y más urgente para nosotros
y para nuestro prójimo que anunciar que el Reino de Dios y la Segunda Venida de
Jesucristo están cerca.
[1] B. Orchard et al., Verbum
Dei. Comentario a la Sagrada Escritura, Tomo III, Editorial Herder,
Barcelona 1957, 608.
[2] Cfr. Orchard, ibidem, 608.
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