(Domingo
XV - TO - Ciclo C – 2019)
“¿Quién
es mi prójimo?” (cfr. Lc 10, 25-37). Le preguntan a Jesús qué
es lo que hay que hacer para heredar la vida eterna y Jesús responde citando el
primer mandamiento, en el que se manda amar a Dios y al prójimo como a uno
mismo. Luego, le preguntan quién es el prójimo al que hay que amar para ganar
la vida eterna y Jesús responde con la parábola del hombre que es asaltado y
golpeado y dejado a un lado del camino, medio muerto y al que asiste un
samaritano, después de haber sido dejado de lado por un sacerdote y un levita.
Jesús dice que quien se comportó como verdadero prójimo del hombre herido, es
el samaritano, puesto que lo asistió de manera concreta y real en sus
necesidades. Para ganar la vida eterna, concluye Jesús, hay que hacer lo mismo
que hizo el samaritano con el hombre herido, esto es, acudir y socorrer a quien
está en necesidad. Entonces, la respuesta de Jesús ante la pregunta de quién es
el prójimo, es todo aquel que se comporta con amor de caridad para aquel que
está más necesitado.
Pero
además de esta enseñanza, en la parábola hay otra enseñanza oculta y para poder
desentrañarla y para comprender un poco más su alcance, debemos reemplazar a
sus integrantes por otros actores sobrenaturales. Así, por ejemplo, el hombre
que es asaltado en el camino y es despojado de sus bienes, además de ser
golpeado por los asaltantes, quedando moribundo en la banquina, es figura del
hombre que ha caído en el pecado y ha sido despojado de su bien más preciado,
que es la gracia, quedando su alma sin vida, al serle arrebatada la gracia por
el pecado; el camino por donde va el hombre es la vida terrena; los asaltantes,
que despojan al hombre de sus pertenencias y lo dejan malherido, son los
demonios, que atacan al ser humano porque lo odian en cuanto es imagen de Dios,
descargando sobre el hombre toda su furia infernal; el sacerdote que pasa de
largo y el levita que hace lo mismo, sin prestar auxilio, son hombres de la
Iglesia que, a pesar de estar en la Iglesia, se comportan para con su prójimo
más necesitado con un corazón endurecido, sin mostrar la más mínima compasión,
comportándose así de manera cínica e hipócrita, porque mientras por fuera
aparentan ser hombres religiosos, cuando llega el momento en que deben auxiliar
a su prójimo poniendo en práctica su religión, miran para otro lado y lo dejan
abandonado a su suerte; la hospedería en donde es llevado el hombre malherido,
es la Iglesia Católica, en donde el alma recibe todo tipo de curaciones para
las heridas espirituales y también corporales; el buen samaritano es figura de
Cristo, el Hombre-Dios, que a diferencia del levita y del sacerdote, sí se
compadece de la humanidad herida y la cura con el bálsamo de la gracia
santificante, sanando sus heridas, llevándolo sobre sus hombros y conduciéndolo
a un lugar seguro, que es su mismo Sagrado Corazón. El buen samaritano es
figura de Cristo que, con su sacrificio en cruz y con su Sangre Preciosísima
que hace caer sobre las almas, las cura quitándoles el pecado y las sana,
devolviéndole al hombre caído en el pecado la vida que le concede la gracia
santificante. La parábola nos enseña entonces que el amor a Dios que se manda
en el Primer Mandamiento debe ponerse por obra concreta y práctica en el
prójimo más necesitado; de lo contrario, si decimos que amamos a Dios, pero no
amamos a nuestro hermano que necesita nuestra ayuda, nos engañamos a nosotros
mismos y nuestra religión es falsa.
“¿Quién
es mi prójimo?”. Precisamente, para que no nos engañemos con el Primer
Mandamiento, pensando que lo cumplimos porque rezamos a Dios y tenemos amor de
nosotros mismos, Dios ha dispuesto que para cumplir cabalmente este
mandamiento, debamos además socorrer a nuestro prójimo más necesitado. Sólo si,
por amor a Dios y en la imitación de Cristo Buen Samaritano, socorremos a
nuestro prójimo más necesitado -con cualquiera de las catorce obras de
misericordia, corporales y espirituales-, solo así, estaremos en condiciones de
ingresar en la vida eterna, al final de nuestra vida terrena.
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