“Vengan
a Mí los afligidos y agobiados y Yo los aliviaré” (Mt 11, 28-30). Si hay algo que caracteriza a la vida del
hombre sobre la tierra, después del pecado original, es la aflicción y el
agobio, precisamente por haberse apartado el hombre de Dios a causa del pecado.
El hombre fue creado por Dios para Dios, para que el hombre encontrara en Dios
todo su solaz, toda su alegría, toda su paz y todo su amor. Al alejarse de Él
por el pecado original, toda la vida del hombre se sumerge en una inmensa
oscuridad, en donde todo es tinieblas, tribulación, aflicción y agobio y en
donde nada de lo creado ni de lo material puede remediar esta situación. Nada
de lo creado ni nada de lo material puede conceder al hombre la paz que sólo Dios
puede darle, la paz de Dios que Dios infunde en el alma por la gracia. Es por
esta razón que Jesús nos invita a que acudamos a Él, para que Él nos conceda la
paz del corazón y nos quite el agobio, la tribulación y la aflicción. Si los
hombres acudiéramos a Jesús, que está en la Eucaristía y en la cruz, si nos
postráramos ante Él y le pidiéramos que nos dé su paz, su alivio y su amor, muy
distinta sería la vida en la tierra, ya que se convertiría en un anticipo del
paraíso. Muchos, ante las aflicciones y tribulaciones, acuden vanamente a otros
hombres para encontrar alivio, pero solo encuentran mayores cargas y mayores
tribulaciones y aflicciones, porque sólo Jesús puede dar verdadero alivio al
corazón.
“Vengan
a Mí los afligidos y agobiados y Yo los aliviaré”. Para encontrar y recibir el
alivio, la paz y el amor que sólo Dios puede dar, debemos acudir ante la
Eucaristía y la Cruz y postrarnos ante Jesús, cargar con su yugo que es suave e
imitarlo en la mansedumbre de su corazón, y Jesús hará el resto por nosotros,
concediéndonos la paz del corazón que sólo Él puede dar.
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