Un sembrador salió a sembrar, pero una parte de sus
semillas no dan fruto porque caen al borde del camino; otras en terreno pedregoso
y otras entre zarzas y espinas. Sin embargo, una parte cae en “tierra buena” y
la semilla germina, dando grano en diversos porcentajes: cien, sesenta, treinta
(Mt 13, 1-9).
El mismo Jesús explica la
parábola: la semilla es la Palabra de Dios; el sembrador es Dios Padre; el
terreno malo son los corazones en donde abundan las preocupaciones y las
tentaciones y en donde el Demonio obra a sus anchas, todo lo cual impide que las
semillas den fruto; el terreno bueno, en donde dan fruto las semillas, es el
corazón del hombre en gracia. Es la gracia la que permite que la Palabra de
Dios dé frutos de santidad, de paz, de caridad, de justicia, de amor.
Ahora bien, en la realidad
hay algo que no está en la parábola: en la parábola, las semillas caen
aleatoriamente en terrenos que por sí mismos no son buenos y por eso no dan
fruto: en la realidad, el hecho de que la Palabra dé o no dé frutos depende de
nosotros, porque de nosotros depende estar o no estar en gracia, es decir,
corresponder o no a la gracia que se nos ofrece gratuitamente. Si decidimos
estar en gracia, adquirirla, conservarla, acrecentarla, la Palabra de Dios dará
mucho fruto en nosotros; pero si rechazamos la gracia nuestros corazones se
volverán infértiles, como los terrenos infértiles de la parábola.
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