(Domingo
II - TC - Ciclo A – 2020)
“Su rostro resplandecía como el sol” (Mt 17, 1-9). Jesús se transfigura en el Monte Tabor ante la
presencia de Pedro, Santiago y Juan. Este resplandor de Jesús comprende toda su
persona y humanidad: “Se transfiguró delante de ellos y su rostro resplandecía
como el sol y sus vestidos se volvieron blancos como la luz”. El rostro
resplandeciente como el sol y sus vestidos como la luz: para entender mejor el
alcance y significado de la Transfiguración, hay que tener en cuenta que en el
Antiguo Testamento la luz era sinónimo de la gloria de Dios; de esta manera, el
resplandecer de luz de Jesús, en su rostro, en su humanidad, en su vestimenta,
es el resplandecer de la gloria de Dios, así como la gloria de Dios resplandece
en el cielo. Podemos decir que en ese momento el Monte Tabor se convirtió, para
Pedro, Santiago y Juan, en el cielo en la tierra, porque estuvieron delante de
Dios que resplandecía ante ellos, así como resplandece en el cielo ante los
bienaventurados. Y aquí viene otra consideración que hay que hacer para también
entender el alcance de la Transfiguración: la luz con la que resplandece Jesús
no es una luz natural ni artificial, ni viene de fuera de Él: es una luz que
brota de su interior y se trasluce hacia el exterior, es la luz de su Ser
divino trinitario que en sí mismo es luz indeficiente, luz eterna e infinita,
celestial y sobrenatural. Jesús resplandece no porque alguien lo ilumine, sino
que Él es la Luz Inaccesible, luz eterna, que ilumina y da vida divina a quien
ilumina.
Por último, la escena
del Monte Tabor no puede no ser contemplada con otra escena, la escena del
Monte Calvario, en donde Jesús no es cubierto de luz divina, sino que es
cubierto con su propia Sangre, que es también divina, porque es la Sangre del
Cordero. No se puede contemplar la Transfiguración del Señor en el Tabor si no
se lo contempla a Nuestro Señor crucificado en el Monte Calvario. En ambos
montes resplandece la gloria divina: en el Monte Tabor, en forma de luz; en el Monte
Calvario, en forma de Sangre, pero en los dos, es la gloria divina la que
resplandece ante quien la contempla, sea como luz o como sangre.
“Su rostro resplandecía como el sol”. El altar eucarístico
puede ser llamado, con justa razón, el Nuevo Monte Tabor, porque en la
Eucaristía Jesús resplandece con la luz de la gloria divina, puesto que se
encuentra allí resucitado y glorioso; pero también puede ser llamado el Nuevo
Monte Calvario, porque en el altar Jesús renueva de modo sacramental e
incruento el Santo Sacrificio de la Cruz, dejándonos para beber su Sangre
gloriosa en el cáliz eucarístico. Quien asiste a la Misa y contempla, en el
misterio de la liturgia tanto el Calvario como el Tabor, es iluminado y
vivificado por la luz de la gloria divina.
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