“Un
hombre rico se condenó (…) un hombre pobre se salvó” (Lc 16, 19-31). Este Evangelio es rico en enseñanzas de toda clase. Podemos
centrarnos en el hecho principal y es que el hombre rico se condena, mientras
el hombre pobre se salva -es llevado al seno de Abraham-. Una primera enseñanza
que nos deja el Evangelio es la existencia del Infierno, pues allí es adonde va
el hombre rico luego de su muerte, aunque algunos Padres de la Iglesia afirman
que en realidad se trata del Purgatorio, porque el hombre rico, ya muerto,
tiene un gesto de bondad para con sus hermanos, ya que quiere que Abraham les
avise de alguna manera que cambien de actitud: si hay bondad, no es el Infierno,
porque en el Infierno desaparece todo rastro de bondad, hasta la más pequeña
muestra, puesto que sólo hay odio. De todos modos, sea el Infierno o el
Purgatorio, el hombre rico se encuentra en un lugar de intenso sufrimiento.
Una
lectura superficial, racionalista y materialista de la parábola, puede llevar a
una conclusión errónea, ya que puede hacer pensar que el hombre rico se condena
por sus riquezas, mientras que Lázaro, el hombre pobre, se salva por ser pobre.
Esta interpretación se encuentra en las antípodas de las enseñanzas de Jesús,
puesto que el hombre rico no se condena por sus riquezas, sino por su egoísmo, porque
teniendo él de sobra y estando Lázaro a las puertas de su casa, en vez de
convidar a Lázaro con algo de lo que le sobraba, se desentiende totalmente de
la suerte de su prójimo y se dedica a banquetear, es decir, a pasarla lo mejor
que puede, dejando a Lázaro a su suerte. La causa de su condena no es su
riqueza material, sino su egoísmo, avaricia y desentendimiento de su prójimo
más necesitado. A su vez, Lázaro no se salva por ser pobre, sino por soportar
con paciencia y humildad las calamidades que le sobrevienen -está solo,
enfermo, sin un centavo-; además, en relación a Dios, no sólo no lo hace
culpable de su estado, como muchos en la situación de Lázaro sí lo hacen, sino
que da gracias a Dios por los males que recibe, los cuales le sirven para
expiar en la tierra sus pecados. Entonces, Lázaro se salva, no por su pobreza,
sino por su paciencia, su humildad y su amor a Dios, además de su aceptación
piadosa de las tribulaciones que le toca vivir; además, Lázaro demuestra amor a
su prójimo, ya que no guarda rencor ni enojo contra el hombre rico que
banqueteaba pero que no le hacía partícipe de sus bienes.
“Un
hombre rico se condenó (…) un hombre pobre se salvó”. La parábola nos enseña
que no son las riquezas materiales en sí las que condenan, sino el egoísmo, la
avaricia y el despreocuparse de la suerte del prójimo más necesitado y que no
es la pobreza la que salva, sino el sufrir con paciencia las tribulaciones de
esta vida, dando gracias a Dios incluso por los males recibidos, como hizo
Lázaro. Cualquier otra interpretación, está fuera de la interpretación católica
de la parábola.
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