“Lo condenarán a muerte” (Mt 20, 17-28). Jesús revela proféticamente su misterio de Muerte y
Resurrección a sus discípulos: “El Hijo del hombre será entregado, lo
condenarán a muerte, lo crucificarán y al tercer día resucitará”. Frente a este
anuncio de la Pasión, hay dos reacciones distintas entre los discípulos: por un
lado, la madre de los Zebedeos y sus hijos y, por otro, el resto de los
discípulos. Los primeros, se muestran dispuestos a compartir las penas y
amarguras de la Pasión de Jesús, con tal de alcanzar el Reino de los cielos;
los segundos, se enojan con los primeros porque piensan al modo humano y creen
que los hijos de Zebedeo están buscando ventajas de poder, como sucede entre
los seres humanos.
Las dos
reacciones, frente al anuncio de la Pasión, Muerte y Resurrección de Cristo,
representan las reacciones de todos los hombres hasta al fin de los tiempos,
cuando se les comunica el misterio pascual de Jesús: unos, como los hijos de
Zebedeo –Santiago y Juan- reaccionan sobrenaturalmente, es decir, comprenden
que la muerte de Jesús en la Cruz se trata de un misterio celestial y el único
camino para acceder al cielo; otros, como el resto de los discípulos, ven sólo
lo que sus estrechas razones humanas les permiten ver y es nada más que la
disputa por un poco de poder terreno. En todo tiempo de la historia se han
producido estas dos clases de reacciones, la primera, la de la aceptación de la
Pasión y Muerte de Jesús como único camino para entrar en el Reino de Dios, ha
forjado y generado santos a lo largo de los siglos; la segunda, ha generado
cristianos racionalistas, incapaces de ver más allá del estrecho límite de
comprensión de sus razones humanas, lo cual los ha llevado a vivir no la
santidad, sino un cristianismo racionalista, privado de todo misterio
sobrenatural.
También
nosotros nos encontramos ante la misma disyuntiva y de nosotros depende que aceptemos
el misterio pascual de Cristo, de modo sobrenatural y así vivamos nuestra vida
terrena, de cara a la eternidad, o sino nos queda reaccionar de modo que
rebajemos el misterio de Cristo a lo que podemos comprender, quitando todo
vestigio de sobrenaturalidad a nuestra religión y viviendo un cristianismo
racionalista, que no es el cristianismo de Cristo.
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