“Dichosos
ustedes los pobres (…) ay de ustedes, los ricos” (cfr. Lc 6, 20-26). Si se
escuchan superficialmente estas palabras de Jesús, podríamos creer,
erróneamente, que Jesús está incitando a una lucha de clases, o que por lo
menos está haciendo una distinción entre clases sociales, distinción en la cual
los pobres son los preferidos por Dios, en detrimento de los ricos. Nada de
esto es verdad y si alguien hace un análisis de este tipo, está cayendo en la
dialéctica materialista y atea del marxismo, el cual sí incita a una lucha armada
de clases, al llamar a levantarse en armas al proletariado contra la clase burguesa.
Esta no es la visión cristiana de la vida y de la historia y no es lo que Jesús
afirma. Ante todo, Jesús está hablando en un sentido espiritual y cuando habla
de “pobres”, habla de pobres espirituales, es decir, aquellos que se reconocen
miserables si no tienen a Dios en sus corazones, aun cuando lo tengan todo
materialmente hablando; a su vez, cuando habla de “ricos”, lo hace también en
un sentido espiritual y se refiere al rico de espíritu, es decir, a aquel que
es soberbio y orgulloso porque, aun cuando no tenga nada materialmente, piensa que
no necesita de Dios para su vida. Es decir, Jesús está hablando de pobres y
ricos en sentido espiritual, lo cual es muy distinto a hablar en sentido
material, porque se puede ser pobre materialmente hablando, pero rico en
sentido espiritual, es decir, se puede ser pobre material, pero al mismo tiempo
se puede ser soberbio, orgulloso, avaro, envidioso. Lo mismo sucede con los
ricos de los que habla Jesús: se puede ser rico materialmente hablando, pero
pobre en espíritu, porque un rico material, puede experimentar en su alma que
su vida y su existencia tienen necesidad absoluta de la gracia de Dios para
subsistir y así es pobre en sentido espiritual, aunque en sentido material lo
tenga todo.
“Dichosos ustedes los pobres (…) ay de ustedes, los ricos”.
No caigamos en el error de la exégesis marxista, materialista y atea, que
considera al pobre como bueno por el solo hecho de ser pobre y al rico como
malo por el solo hecho de ser rico. Jesús nos enseña a ver espiritualmente la
vida terrena; en consecuencia, tratemos de ser pobres de espíritu, es decir, de
considerar que nuestra vida sin Dios es igual a nada más pecado, para que así
seamos ricos espiritualmente, al convertirnos en hijos de Dios y en herederos
del Reino de los cielos.
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