(Domingo
XXIII - TO - Ciclo A – 2020)
“El
Reino de los cielos es semejante a un rey que quiso ajustar cuentas con sus
servidores” (Mt 18, 21-35). Con la parábola del rey que perdona la
enorme deuda de su súbdito, Jesús quiere hacernos comprender cuán grande es la
misericordia de Dios para con nosotros y, en consecuencia, cómo nosotros, a
imitación de la Misericordia Divina, tenemos que ser misericordiosos para con
nuestros prójimos. La parábola se entiende mejor cuando hacemos un reemplazo de
los elementos naturales por elementos sobrenaturales. Así, el rey que perdona
la enorme deuda de su súbdito es Dios Padre; el súbdito es un bautizado; la
deuda, de gran cantidad, es el pecado en el alma, pecado por el cual somos
deudores de Dios; el perdón del rey al súbdito es el perdón divino que Dios nos
concede a través de la muerte de Cristo en la cruz; el súbdito que es
perdonado, pero que a su vez no perdona a un prójimo suyo que le debe una suma
insignificante de dinero, somos nosotros cuando, después de habernos confesado
y de haber recibido el perdón de Dios, nos negamos a su vez el perdonar a nuestro
prójimo, guardando hacia el prójimo enojo o rencor y exigiendo que nos pida
perdón. No es indiferente para Dios nuestra actitud de perdón o de no perdón
hacia nuestro prójimo: cuando no perdonamos, somos como el súbdito al cual el
rey, indignado por su falta de perdón, lo hace encarcelar y le exige ahora sí que
le pague lo que le debe: es la figura de nuestra alma ante la Justicia Divina
cuando, luego de ser perdonados por Dios en la Confesión, nos negamos a perdonar
a nuestros hermanos: Dios queda molesto, por así decirlo, con nuestra actitud y
exige, por su Justicia, que recibamos el castigo merecido por nuestra falta de
perdón. Lo que Dios quiere de nosotros es que seamos misericordiosos e
indulgentes para con nuestro prójimo que comete alguna falta contra nosotros,
porque Él ha sido primero infinitamente misericordioso e indulgente, al enviar
a su Hijo Dios a morir en la cruz para perdonarnos nuestros pecados. Cuando hacemos
esto, es decir, cuando perdonamos, imitamos a Cristo que desde la cruz nos
perdonó y además nos hacemos partícipes de su perdón divino, por lo que nos
volvemos corredentores con Él: es esto lo que Dios quiere de nosotros y no el
rencor, el enojo, la venganza y la falta de perdón.
“El
Reino de los cielos es semejante a un rey que quiso ajustar cuentas con sus
servidores”. Si nuestro prójimo nos hiere o comete cualquier clase de falta contra
nosotros, debemos hacer lo que hizo Cristo con nosotros: perdonar, hasta la
muerte de cruz y amar a nuestro prójimo que nos daña, con el mismo amor con el que
Jesús nos amó y perdonó, es decir, con el Amor del Espíritu Santo. Sólo así seremos
hijos amados de Dios y gratos a sus ojos y a su corazón.
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