“Vuestra
tristeza se transformará en alegría” (Jn
16, 16-20). Cuando Jesús envíe el Espíritu Santo, ésta será otra de sus
funciones: cambiar la tristeza y el luto de los discípulos, por su muerte en
cruz, por la alegría de la resurrección. El ejemplo patente son los discípulos
de Emaús: antes de que Jesús sople sobre ellos el Espíritu Santo en la fracción
del pan, los discípulos de Emaús “tienen el semblante triste” porque son
cristianos racionalistas, que creen en un Cristo humano, incapaz de resucitar,
derrotado por la Cruz. Creen en un Cristo muerto, pero no resucitado. Cuando
Jesús sopla sobre ellos el Espíritu Santo, todo cambia, porque la luz del
Espíritu Santo los ilumina y les da la capacidad de creer en la resurrección y
en Cristo resucitado, de manera tal que luego de esto es que se dan cuenta de que
el forastero con el cual hablaban era Cristo Jesús. Lo mismo sucede con el
resto de los discípulos y Apóstoles: antes del soplo del Espíritu Santo, María
Magdalena cree en Cristo muerto, pero cuando Jesús sopla sobre ella al Espíritu
Santo, cree en Cristo resucitado y se alegra; de igual manera sucede con los
discípulos que están “encerrados por miedo a los judíos”, no creen en la
resurrección, pero cuando Jesús se les aparece y les sopla el Espíritu Santo, “no
cabían en sí de la alegría”, dice el Evangelio.
Es el Espíritu Santo el que cambia la percepción de los
misterios de Cristo, es el que da la verdadera alegría, la cual no es una mera
alegría humana, sino la Alegría de Dios: da a Dios, que es Alegría infinita y
que transmite esa alegría de su Ser divino a quien se la comunica. Pidamos la
verdadera alegría, no la alegría del mundo, sino la alegría de Cristo
resucitado, para sobrellevar las tristezas de la vida presente.
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