(Ciclo
C – 2019)
Con la Ascensión del Señor resucitado a los cielos, se cumple una parte
importante de su misterio pascual de muerte y resurrección y es el hecho de que
la humanidad ingresa en el seno de la Trinidad. Es decir, lo que se cumple en
la Ascensión es el hecho de llevar Cristo, al seno del Padre, origen Increado
de la Trinidad, a la humanidad[1]. Con la Ascensión,
se produce un retorno, en forma de don, del don dado previamente por el Padre:
en otras palabras, el Padre había dado el Hijo a la humanidad por medio de la
Encarnación: ahora es el Hijo el que lleva, a la humanidad, al seno del Padre. Si
antes era el Padre el que había dado el Hijo a la humanidad, ahora el Hijo
lleva al Padre a la humanidad, al seno mismo de la Trinidad. Con la Ascensión
de Cristo, dice San Juan Crisóstomo, “nuestra naturaleza ha sido elevada por
encima de los ángeles y de los cielos mismos, de tal forma que el hombre, que
estaba en un lugar tan humilde que no podía descender más bajo, ha sido elevado
hacia un trono tan sublime que no puede subir más alto” y esto, porque con
Cristo, la humanidad ha ascendido hasta el trono mismo de Dios Trino.
Ahora bien, en la
Ascensión de Cristo está comprendida nuestra vida propia porque en esta
Ascensión está el cumplimiento de la voluntad del Padre para nuestras vidas
personales: la que sube al Padre es la humanidad individual del Verbo, pero el
Padre quiere que subamos todos y cada uno de sus hijos adoptivos y para que
esto suceda, es decir, para que suban todos y cada uno de los hombres, todos y
cada uno de los hombres deben ser incorporados al misterio pascual de Cristo
por medio del bautismo sacramental. Así como nadie puede ir al Hijo si no es
atraído por el Padre –“Nadie puede venir a Mí si no es traído por el Padre” (Jn 6, 44-, así también nadie puede ir al
Padre si no es llevado por el Hijo. Jesús asciende al seno del Padre, desde
donde vino y en donde permanece desde la eternidad, para que los hombres,
incorporados a su Cuerpo Místico, a su Iglesia, por el bautismo sacramental,
seamos llevados, por la humanidad de Jesús, al seno del Padre. Entonces, Jesús
asciende con su humanidad glorificada pero no se reserva esta Ascensión sólo
para Él: Él asciende para que nosotros también seamos ascendidos con nuestra
humanidad al seno del Padre. Dice así San Juan Crisóstomo[2]: “La inclusión
de todo hombre en Cristo, ¿no hace que esta gloria, que es suya, venga a ser
también nuestra? En Cristo ha sido glorificada la misma naturaleza que había
escuchado la condenación de muerte. No es un hombre el que se sienta a la
derecha de Dios, sino el Verbo que ha asumido la naturaleza humana que había
pecado en Adán y por lo mismo en potencia en todo hombre. Y todo hombre en acto
–todo hombre unido a Cristo por la gracia- participa de esta gloria que lo
exalta por encima de los cielos y de todas las potestades celestes, cuando se
entrega libremente a Cristo y acepta la gracia que en Cristo ya posee”.
Habíamos dicho que la Ascensión es un don al Padre y es por el siguiente
motivo: la Ascensión de Cristo precede a nuestra ascensión y en nuestra
ascensión, además de ser nosotros glorificados con la gloria de Cristo, le
damos a Dios un don, que es precisamente nuestra humanidad glorificada en
Cristo. Es decir, la Ascensión de Cristo precede a la nuestra y en ella se
anticipa y se prefigura nuestra ascensión, con la cual damos a Dios un don y es
nuestra humanidad glorificada en Cristo: siendo incorporados a Él por el
bautismo y participando de su misterio pascual de muerte y resurrección, somos
ascendidos con Él en cuanto estamos unidos a su humanidad por la gracia
bautismal y somos partícipes de su misterio de muerte en cruz y resurrección.
Este hecho –el hecho de nosotros ser ascendidos, por la gracia, al seno de
Dios- supone, para nosotros, el dar a Dios el Hijo que Él nos dio en la
Encarnación, pero se lo damos como siendo el Hijo parte nuestra, puesto que
nosotros también somos hijos por el bautismo. En otras palabras, si ascendemos
al Padre, no lo hacemos nosotros solos, fuera de Cristo, sino en Cristo, con
Cristo y por Cristo, siendo llevados por Cristo y entregando al Padre a Cristo,
Verbo de Dios encarnado, como un don nuestro para Él. Y este don nuestro al
Padre, el don del Verbo Encarnado, se concreta en el don que nosotros, como
Iglesia, hacemos al Padre en la Eucaristía y así lo dice el Misal: “(…)
ofrecemos a tu preclara majestad, de tus dones y dádivas, esta Hostia pura,
esta Hostia santa, esta Hostia inmaculada”[3].
En la Eucaristía ofrecemos al Padre como don el mismo don que Él nos hizo, esto
es, su Hijo Jesús, el Unigénito, unido a su humanidad santísima, pero ahora,
como habiendo pasado ya por su misterio pascual de muerte y resurrección.
Como
afirma un autor[4],
“el hombre no da ahora al Hijo como si fuese otra cosa que Él mismo. Si el Hijo
fuese otra cosa que el hombre, el hombre no podría darlo, porque no tendría
poder sobre Él. Mas el hombre en la ofrenda del Hijo se da en cierto modo a sí
mismo, porque el hombre en particular no posee el Hijo de Dios más que en el
acto de su unión nupcial con Él y en esta unión el hombre forma con Cristo un
solo espíritu, casi un solo ser. De este modo, en la ofrenda, el hombre vive
simplemente como suya, la relación del Hijo Unigénito”. Este es el acto divino
que une Dios al hombre y el hombre a Dios en una sola vida, en un solo amor, en
un único espíritu.
Por
esta razón, no da lo mismo bautizarnos que no bautizarnos; participar de su
misterio pascual que no participar. Si nos bautizamos y nos unimos a su
misterio pascual de muerte y resurrección, lo que nos espera es entonces
participar también de la Ascensión de Cristo, el ser llevados más alto que los
mismos cielos, el seno de Dios Uno y Trino. Mientras tanto, a la espera de ser
ascendidos, tenemos el consuelo de su Presencia entre nosotros, en la Sagrada
Eucaristía, porque si es verdad que Cristo ha ascendido a los cielos, es verdad
que también, al mismo tiempo que ascendió, se quedó entre nosotros, en el
sagrario, en la Eucaristía, según sus palabras: “Yo estaré con ustedes todos
los días, hasta el fin del mundo”.
[1] Cfr. Divo Barsotti, Misterio
cristiano y año litúrgico, Ediciones Sígueme, Madrid 1965, 178.
[2] Cit. en Barsotti, o. c., 180.
[3] Cfr. Barsotti, ibidem, 179.
[4] Cfr. Barsotti, ibidem, 179.
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