“¡Ay
de ustedes, escribas y fariseos hipócritas…!” (Mt 23, 27-32). En su
enfrentamiento con la casta sacerdotal y religiosa de su tiempo, Jesús continúa
reprochándoles a estos y sacándoles en cara su hipocresía y falsedad. Esta vez,
los compara con “sepulcros blanqueados” porque, al igual que estos, aparecen “hermosos
por fuera”, pero por dentro están “llenos de huesos y podredumbre”, es decir,
de “hipocresía y de maldad”. Jesús lee los corazones y las mentes de los
hombres, porque Él es Dios y ante Él nada hay oculto y es por esto que puede
ver cómo, mientras los fariseos y los escribas, con sus poses grandilocuentes y
sus trajes religiosos que impresionan, parecen hombres santos y buenos a los
ojos de los hombres, sin embargo a los ojos de Dios aparecen tal como son en la
realidad, hombres malvados, cínicos, falsos, que utilizan la religión sólo como
pretexto para dar cabida a sus más bajos impulsos.
“¡Ay
de ustedes, escribas y fariseos hipócritas…!”. Jesús no solo los acusa de ser
como “sepulcros blanqueados” a causa de la malicia que hay en sus corazones,
sino también de ser descendientes de asesinos de profetas, porque los juzga
según sus mismas palabras: “Si hubiéramos vivido en tiempo de nuestros padres,
nosotros no habríamos sido cómplices de ellos en el asesinato de los profetas”.
“¡Ay
de ustedes, escribas y fariseos hipócritas…!”. Los “ayes” de Jesús no van solo
dirigidos a los escribas y fariseos de su tiempo: también se dirigen a
nosotros, cristianos del siglo XXI, toda vez que olvidamos la esencia de la
religión -la justicia, la misericordia y la fidelidad- y toda vez que pretendemos
pasar por justos ante los demás, mientras escondemos malicia, falsedad, rapiña
e hipocresía en el corazón. No nos engañemos, pensando que si podemos engañar a
los hombres, podemos engañar a Dios: a los hombres es fácil engañarlos y es
fácil, relativamente, para un cristiano, pasar por un hombre bueno y justo ante
los demás, mientras esconde en su interior malicia y falsedad; pero es
imposible engañar a Dios, por lo que debemos saber que nuestros corazones están
ante Dios y que a su mirada no escapa ni la más ligera imperfección. Por esta
razón, no solo debemos cuidarnos de no ser malos y falsos, sino incluso de ser
imperfectos en la práctica de la religión, porque aun esta imperfección no pasa
desapercibida a los ojos de Dios.
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