“El
Reino de los cielos es semejante a un rey que preparó un banquete de bodas para
su hijo” (Mt 22, 1-14). Jesús compara al Reino de los cielos con un
banquete de bodas que un rey prepara para su hijo. Como en todas las parábolas
de Jesús, para entenderlas en su significado último, es necesario reemplazar a
los elementos naturales por los elementos sobrenaturales. Así, el rey, que es
el padre del hijo al que le organiza la boda, es Dios Padre; la boda del hijo
del rey es la Encarnación, esto es, la unión de tipo esponsal entre la
divinidad y la humanidad en el seno de María Virgen, por obra de Espíritu
Santo, mediante la cual la Segunda Persona de la Trinidad asume hipostáticamente,
personalmente, a la humanidad, constituyéndose en Dios Hijo Encarnado; los
invitados que rechazaron la invitación con pretextos banales, son el Pueblo
Elegido, los judíos, quienes rechazaron la obra de la Redención al rechazar al
Salvador y Redentor de los hombres, Cristo Jesús, haciéndolo morir en la cruz;
los invitados en un segundo momento, es decir, los que son invitados luego de
que los primeros invitados rechazaran las bodas, son el Nuevo Pueblo Elegido,
los bautizados en la Iglesia Católica; los enviados por el rey son tanto los
ángeles al servicio de Dios, como los justos y santos del Antiguo Testamento,
que esperaron y anunciaron al Mesías.
Ahora
bien, hacia el final de la parábola, se desarrolla un diálogo entre el rey y un
hombre que había ingresado en la boda sin el traje de fiesta: “Cuando el rey
entró a saludar a los convidados, vio entre ellos a un hombre que no iba
vestido con traje de fiesta y le preguntó: ‘Amigo, ¿cómo has entrado aquí sin
traje de fiesta?’ Aquel hombre se quedó callado”. ¿Quién es este hombre? ¿Cuál
es el traje de fiesta que no lleva puesto? Este hombre es el alma de un bautizado
que no se encuentra en gracia, ya que el traje o vestido de fiesta es la gracia
santificante, la que convierte al alma en hija adoptiva de Dios y en heredera
del Reino de los cielos. La escena es también una prefiguración de lo que
sucede con el alma que muere en estado de pecado mortal: ya no tiene tiempo de
adquirir el traje de fiesta, la gracia y por esto mismo no puede estar en el salón
de fiestas que es el Reino de Dios en el cielo. El destino de dicha alma no es
otro que el de la eterna condenación, según lo dice el rey de la parábola, es
decir, Dios Padre: “Entonces el rey dijo a los criados: ‘Átenlo de pies y manos
y arrójenlo fuera, a las tinieblas. Allí será el llanto y la desesperación”. Ser
“arrojado a las tinieblas” no es otra cosa que ser condenado por la eternidad al
reino de las tinieblas, el Infierno eterno; ése es el destino de las almas que
no poseen el traje de fiesta, la gracia santificante.
“El
Reino de los cielos es semejante a un rey que preparó un banquete de bodas para
su hijo”. Todos los bautizados hemos recibido el traje de fiesta, la gracia
santificante, el día en que fuimos bautizados. Es nuestra responsabilidad y
depende de nuestro libre albedrío el estar revestidos con este traje de la
gracia cuando Dios nos llame a su Presencia, el día de nuestro Juicio
Particular.
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